Acabamos de recordar un terrible aniversario, un crimen que conmovió profundamente a todos los españoles, de modo especial a los madrileños. A primera hora de la mañana de un 11 de marzo explotaban una decena de bombas en diversos trenes de cercanías, acabando con la vida de 192 personas, 192 familias, y otros tantos amigos y conocidos. Todos recordamos aquella mañana, aquel familiar que no llegó al trabajo, aquella compañera que ese día no apareció en la universidad, aquel amigo al que no logramos localizar por teléfono.
Terrible jornada, estremecedora. Muertos, heridos, desconsolados, pánico, temor, lágrimas. Yo lo viví desde la universidad, pegado a la televisión, y escuchando los comentarios sorprendidos de los universitarios. ¿Es posible que unos seres humanos, movidos quién sabe por qué, sean capaces de sembrar tal horror y tragedia? ¿Qué pensarían los ideólogos de tal masacre al ver esas imágenes de «su plan»? El misterio de la ruindad del hombre. Pero también el misterio de la grandeza del corazón humano. Amén de la desesperación, la impotencia, la rabia, surgió también la grandeza del corazón humano: médicos y psicólogos voluntarios que trabajaron desinteresadamente durante largas horas, voluntarios que prestaron su ayuda, poca o mucha, para hacer algo, lo que sea, por hacer un poco más llevaderos esos duros momentos para los enfermos, y los familiares de las víctimas.
Es significativo que en estos momentos, en los que se corta con tenedor y cuchillo la maldad del hombre, también se palpa la grandeza del corazón humano. El dolor duele, y no quiero repetirme, pero también saca lo mejor de nuestro ser. Caso análogo lo vivimos el pasado mes de enero, ante el terrible terremoto de Haití, o los dos recientes terremotos de Chile y Turquía.
El dolor, el sufrimiento, constituye para muchos una montaña que bloquea su paso hacia Dios. Vittorio Messori hacía una pregunta semejante a Juan Pablo II, hace ya algunos años. ¿Cómo se puede seguir confiando en Dios, que se supone Padre misericordioso, en un Dios que es el Amor mismo, a la vista del sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte, que parecen dominar la gran historia del mundo y la pequeña historia cotidiana de cada uno de nosotros?
Desde una perspectiva de fe, Juan Pablo II respondía aludiendo a la cruz de Cristo, a esa plena humanidad que Jesucristo quiso compartir con su creatura, a quien le dio el poder de la libertad. Cristo crucificado es una prueba de la solidaridad de Dios con el hombre. El sufrimiento, y aquí está lo maravilloso, incluso más allá de la fe, nos hace más humanos, más cercanos a quienes comparten la vida humana con nosotros. ¿A quién no le impresiona la alegría de un enfermo de cáncer, que ha aceptado su enfermedad, lucha contra ella con todo lo que puede, pero a la vez es plenamente feliz en esa situación?
Parece que en ocasiones necesitamos una desgracia, en nuestras carnes o en seres queridos, para empezar a vivir la vida en plenitud, a disfrutar de los pequeños y grandes goces que nos ofrece, a encuadrar las piedras del camino como piedras, «chinitas» que nos encontramos pero que no ocultan la belleza del camino y la grandeza de la meta. Estamos en una sociedad anti dolor y pro píldoras. El menor dolor debe desaparecer inmediatamente, y todo se soluciona con una simple píldora, sin esfuerzo y sin trabajo. Pero a la vez, muchos seres humanos, cuando se encuentran de frente con un gran sufrimiento, son capaces de sacar lo mejor de sí mismos, e incluso de preocuparse más por el dolor de cabeza de su hijo que por el cáncer de colón galopante que sufre él mismo.
El sufrimiento, misteriosa escuela en la que unos se convierten en rebeldes antisistema, y otros en personas con una grandeza insondable, con un corazón que estalla en su pecho. ¿La diferencia? En muchos casos la fe en un Ser Superior que nos ama. En todos, la actitud humilde de quien se sabe imperfecto, necesitado, dependiente de quienes le rodean.