Seguimos haciendo este itinerario que busca lo que anhelamos en lo profundo del corazón. Sacudimos las inercias que nos hacen escépticos en el desencanto de una vida cansina sin mayor novedad. Andamos con esa necesidad de que alguien nos mire con ojos distintos, sin poner ningún precio al tiempo que nos dedique. Tantas miradas son capciosas, o porque nos desprecian, o nos envidian, o nos utilizan. ¿Dónde encontrar esa mirada honda, verdadera y sencilla que no pasa factura por vernos tal y como somos allí donde se desenvuelve la vida? Necesitamos ser sorprendidos por algo o por alguien que ponga luz y esperanza en el horizonte cotidiano de nuestro camino.
La cuaresma nos va acompañando con el viejo relato del amor de Dios que se hace compañía. Siempre hay una luz que nos falta en nuestra oscuridad, siempre hay una gracia que necesitamos en nuestras fugas como bálsamo para nuestras heridas. Y esta luz y esta gracia, de las que tan mendigos somos, son las que en estos días de peregrinación cuaresmal se nos van diciendo, se nos van dando, se nos ofrecen a través de los gestos que en la Iglesia Dios nos vuelve a narrar.
Hay un momento importante en donde el texto y el gesto se hace sacramento: la reconciliación. El texto que más se presta a asomarnos al perdón de Dios es el que más sorprendentemente pronunció Jesús a modo de parábola: el hijo pródigo. Lo decía con audacia el gran escritor Charles Péguy: nunca Dios se atrevió a tanto para decir de ese modo su amor y abrirnos a su perdón. El error que condujo al hijo menor a la fuga hacia los espejismos de una falsa felicidad y de una esclavizante independencia, será transformado por el padre en encuentro de alegría inesperada e inmerecida. La última palabra dicha por ese padre sobresale sobre todas las penúltimas dichas por el hijo, es el triunfo de la misericordia, la gracia y la verdad.
El hijo mayor si no pecó como su hermano, no fue por amor al padre, sino por amor a sí mismo. Cuando la fidelidad no produce felicidad, no se es fiel por amor sino por interés o por miedo. El se había quedado con su padre, pero sin ser hijo, poniendo precio a su gesto. Quien vive calculando, no puede entender, ni siquiera puede ver, lo que se le ofrece gratuitamente, en una cantidad y calidad infinitamente mayor de lo que su actitud mezquina puede esperar. Frente a uno y otro, aparece con toda su luz la actitud del padre, que pone como trama de esta parábola la posibilidad de ser perdonados.
Si este es el texto, vayamos ahora al gesto, que en la Iglesia toma forma en un sacramento concreto: la confesión. Tenemos su modalidad individual (confesándonos con el sacerdote, abriendo nuestro corazón al perdón de Dios que la Iglesia nos brinda, y confrontando nuestras dificultades que se derivan de los pecados con un ministro del Señor, para obtener de él el consejo y la orientación de la Iglesia) y su modalidad comunitaria (que terminará sólo y siempre en la absolución individual de cada penitente tras haber escuchado juntos la palabra de Dios y elevadas nuestras preces). Las absoluciones colectivas, se prevén sólo para casos muy extremos, siempre con el permiso del obispo y en unas circunstancias que en nuestra diócesis no se dan.
El texto y el gesto con los que en estos días especialmente celebramos la misericordia de Dios, nos ayuden a poner la vida ante el Señor, a dejarnos acompañar por su Iglesia, como el mejor fruto de la conversión debida. Es el abrazo de este Padre que viéndonos volver de todas nuestras lejanías se nos acerca, nos abraza, nos besa y nos invita a la gracia de su perdón, con una misericordia tan inmerecida como entrañable.
Publicado en Iglesia en Asturias.