"Pero, entender... eso debe ser lo mejor, pues el amor mismo falla porque entendemos muy poco" (Sigrid Undset, "Ida Elisabeth").
En 1928 la escritora noruega Sigrid Undset ganó el premio Nobel de literatura. La década de 1920 fue muy prolífica para ella: publicó dos de sus grandes obras ambientadas en la Noruega medieval, Cristina, hija de Lavrans y El Señor de Hestviken, y en 1924 fue recibida en la Iglesia católica.
La novela que comentaré en este artículo, Ida Elisabeth, fue publicada en 1932.
Joseph Pearce escribió que Sigrid Undset "ve el mundo real, en el que las personas enfrentan las amargas consecuencias de elecciones egoístas y en el que el sufrimiento, aunque inevitable, es potencialmente redentor". En Ida Elisabeth se puede ver que las elecciones egoístas resultan tanto de la ignorancia como de la obstinación; las consecuencias, sin embargo, son inevitables para quien ha elegido y para las personas cercanas.
La aceptación del sufrimiento, capaz de actualizar la potencia redentora que comenta Joseph Pearce, sólo es posible para Ida Elisabeth cuando ella reconoce el sentido –el misterio– subyacente a todas las contradicciones que no entendía. Ida Elisabeth es una novela de maduración.
La novela empieza y termina con la cercanía de dos personajes: Ida Elisabeth y su hijo Kalleman (Carl). La última escena, en que el niño parece dar los primeros pasos hacia la madurez, completa la primera y toda la novela. En la primera escena, la joven de veinticuatro años, que ha viajado a Oslo sola con el niño, sale del hospital y regresa a su pueblo. Carl tenía un problema en el oído y ha sido sometido a una intervención. Con el pequeño en los brazos, Ida Elisabeth toma un vapor y regresa a su pueblo. A lo largo del viaje la vamos conociendo mejor.
Ella tiene otra hija un poco mayor que Carl –se llama Sölvi– y está casada con un hombre de su edad: Frithjof, el padre de los niños. Los dos se conocieron todavía en la escuela; arrinconados por ser los bichos raros de la clase, no tardan en estrechar su enlace hasta que sus padres lo descubren. Los padres de Ida Elisabeth, que vienen destruyéndose desde que han perdido el dinero que tenían, reciben la caída de la hija como un golpe terrible. La mandan a Oslo para que aprenda un oficio y, viviendo en la capital, ella encuentra otra vez a Frithjof. Él no ha madurado mucho, pero le propone que se casen y ella lo acepta.
Años después, rememorándolo, Ida Elisabeth piensa que no aceptó el matrimonio por tenerle algún afecto a Frithjof, sino porque de alguna manera quería remediar la caída, aunque entonces no lo supiera claramente.
Ida es sorprendida en una situación de intimidad con Frithjof y acaba casándose con él para sublimar la caída. La novela de Sigrid Undset es la historia de las consecuencias de ambos errores.
La vida en Oslo resulta imposible y la pareja regresa al pueblo. Pero Frithjof no trabaja. Ida Elisabeth va poco a poco dándose cuenta de que el marido será para ella un hijo más: demanda sus cuidados, protección y aprobación, sin darse él mismo a la familia que al parecer ha formado. Con la llegada de Carl, Ida Elisabeth sabe que los pequeños sólo podrán contar con ella y no con el padre. Ella, modista y costurera, trabaja hasta el anochecer y mantiene la familia. No se queja, pero le parece repugnante tomar el lugar de su marido y al mismo tiempo ser responsable por él.
Frithjof no es un hombre malo. La respeta y quiere a su manera; pero es una manera infantil y corrompida. Otra carga para Ida Elisabeth son los padres de Frithjof, tan inmaduros como su hijo e incapaces de percibir en qué medida su manera infantil de vivir les trae problemas cuya resolución siempre esperan de los demás –y no pocas veces de Ida Elisabeth–.
La única alegría de Ida Elisabeth es cuando, después de un día de trabajo, puede sentarse sola con los niños a la mesa y darles de comer. Pero esa alegría es un castillo de naipes que se desploma cada vez que Frithjof o sus padres aparecen pidiéndole a ella que resuelva sus problemas. Ida Elisabeth se rebela porque no puede tener un hogar ni proteger a sus hijos. Y tampoco puede abandonar a Frithjof y sus padres que, sin darse cuenta, se arruinarían sin alguien que guiara sus pasos. ¿Cómo mantener esa tensión? Ella tampoco lo sabe, pero la mantiene hasta un límite, hasta que una actitud de Frithjof deja claro que ella tendrá que hacer una elección entre el marido flojo y los niños.
No es difícil imaginar cual es su elección. Al divorciarse de Frithjof, Ida Elisabeth, embarazada, se marcha y reconstruye la vida en otro pueblo. Sin la carga que suponía Frithjof, sale adelante bastante bien. Pero, carga o no, la vida con su marido y su familia han dejado huellas en Ida Elisabeth; huellas más profundas porque no son muy diferentes de las que le han dejado sus propios padres. Le resulta difícil entenderlos, entender a todos ellos. Su padre se destruyó tras una gran pérdida económica; pero fue una destrucción lenta, llevada a cabo día tras día. Ida Elisabeth no comprendía por qué, pero le tenía mucho afecto. Cuando su caída con Frithjof, Ida Elisabeth tuvo la seguridad de que su padre la amaba; el amor fue como una herencia para ella: tenía que amar a sus hijos también, aunque el afecto debiera contener algo más. A diferencia de su propia familia y de la de Frithjof, Ida Elisabeth sabe que el afecto por sus hijos sólo tendrá sentido si va acompañado de protección y fuerza para hacerlos madurar.
¿Qué sentido tiene –piensa ella– llevar en los hombros la carga de gente incapaz de vivir por sí misma? Los hijos jamás fueron un peso en su vida, pero los demás (sus propios padres, Frithjof y su familia) sí. ¿No es peor ayudar a quienes demandan de uno mucho más que la mera ayuda? Pensando sobre la vida de una joven amiga que acaba de morir, una chica que de fiasco en fiasco ha llegado a la tumba, Ida Elisabeth se pregunta: "¿Hay algo que deberíamos saber, pero que jamás nos han contado, y precisamente por eso hacemos tantas cosas estúpidas en nuestras vidas?".
Algunos años después del divorcio, Frithjof y su familia vuelven a la vida de Ida Elisabeth. Siguen tal y como ella los había dejado: infantiles e incapaces de percibir sus errores, aunque envejecidos y marcados por el sufrimiento. Reaparecen demandando de ella atención y cuidado. Lo aparentemente razonable sería apartarse de ellos; pero ella –por alguna razón desconocida– no puede dejarlos a su propia suerte. Son desvalidos, irritantes e inmaduros, pero ella no puede dejarlos.
Y ella misma... bueno, tal vez es como una que ha crecido en un hospital; su padre y su madre ciertamente podrían clasificarse como chatarra, excepto que la falla en ellos no apareció hasta que fueron sometidos a cierta tensión, y luego se rompieron. Sin embargo, esto es solo metafórico: los seres humanos no son un molde, y el azar le ha enseñado cómo sufren los que no pueden enfrentar la fuerza con la fuerza, los que no obtienen ningún beneficio de la adversidad, nunca aprenden a comprender por qué están mal, sino que esperan como niños que alguien venga a ayudarlos, y entonces, o bien no sufren sin hablar, porque están convencidos todo el tiempo de que alguien vendrá a recogerlos, o bien están fuera de sí con desesperación como niños acostados solos en una casa vacía.
Hay algo en todos ellos –algo tal vez vislumbrado en el auténtico afecto que le tenía su padre– que le hace ver lo que estaba en el fondo, por debajo de los destrozos de aquellas vidas rotas; no ver, porque no lo ve claramente, sino adivinar lo que –o quién– podrían haber sido. Esa posibilidad es suficiente para que Ida Elisabeth, sin olvidarse de sus errores, se sienta incapaz de abandonarlos a su propia suerte. Pero el problema permanece: la contradicción entre lo que podrían (tendrían) que haber sido y la menesterosidad infantil de sus vidas no se resuelve. O por lo menos, no aquí. La contradicción lleva a Ida Elisabeth a pensar en Dios.
Víctima de la tisis, Frithjof pasa sus últimos momentos en un sanatorio en la ciudad de Ida Elisabeth. Ni siquiera la cercanía de la muerte –de la que él no se percata– puede cambiarlo. Ida Elisabeth se queda a su lado y conforta a los padres. Mirando al cadáver de quien fue un muchacho toda su vida, Ida Elisabeth se sorprende de su belleza; es una belleza que jamás había tenido en vida: "Tal vez fuese como una visión de algo que él tendría que haber sido, o que todavía será –tal vez se pueda vislumbrar poco después de la muerte a qué está destinada una persona antes de que la corrupción destruya la cáscara que ha llevado–". Tal vez, sigue pensando Ida Elisabeth, todo lo que impidió que Frithjof luchara en esta vida se ha terminado; entonces él entenderá, y la lucha, una lucha de amor, empezará para él.