En mi televisor no tengo cable, no tengo Netflix, y salvo algún informativo, no miro televisión abierta. Prácticamente todo lo que miro en la pantalla grande está en YouTube. Entre los muchos canales que sigo está el de los Franciscanos Santo Espíritu del Monte Hospedería y su programa de los lunes Cocina Franciscana, dirigido por el queridísimo Fray Ángel Ramón Serrano. Es uno de mis canales favoritos, y tiene la friolera de 360.000 seguidores…
El 9 de noviembre, el Monasterio de Santo Espíritu, localizado en Gilet (Valencia), fue brutalmente atacado por un hombre de mediana edad, aparentemente loco, que con palos y botellas golpeó brutalmente a seis de los siete monjes que viven en el convento. Uno de estos monjes, muy anciano, falleció como consecuencia de las heridas recibidas. Fray Ángel, el cocinero youtuber, fue quien logró correr al agresor.
Fray Ángel es un monje de 57 años, grandote, simpático, amable, tranquilo. Su sola presencia transmite mucha paz. Y siempre termina sus programas desando a sus seguidores el muy franciscano ¡Paz y bien! El ataque sufrido fue un duro golpe a su forma de vida. “Este es un lugar de paz”, dijo el monje a la prensa: “Por un momento, el odio la ha ocultado y queremos recuperarla -continuó-, queremos volver a sentarnos al sol, escuchar el canto de los pájaros y sentir la armonía de la naturaleza. Lo único que deseamos es que vuelva la paz y ese arco iris que vio Noé cuando bajó del arca y terminó el diluvio”.
Pienso que el sentimiento de Fray Ángel -que vuelva la paz, momentáneamente alterada por el horror de una agresión tan inesperada como injusta- es compartido por buena parte de los habitantes del planeta. Todo el mundo quiere paz, porque sin paz, es imposible ser feliz (el fin último del hombre). El problema es que muchos no saben dónde encontrar la paz. Algunos piensan que acumulando dinero o poder podrán finalmente vivir en paz. Otros buscan la paz en el desahogo sexual, en el ejercicio físico y hasta en las drogas o en el alcohol. Estos en ningún lado la encuentran y viven atormentados porque, allá en el fondo de su conciencia, saben que muchas veces no usaron los medios correctos para alcanzar los fines deseados.
¿Cómo se alcanza entonces la verdadera paz? ¿Es suficiente vivir un poco apartado, rodeado de árboles, pájaros, naturaleza? ¿O hace falta algo más?
No cabe duda de que tanto los paisajes rurales como los desérticos o montañosos en los que impera el silencio pueden ser ayudar mucho a encontrar la paz. Pero no alcanza. Hace falta algo más. Y es que la paz más auténtica y duradera proviene de Dios: proviene de su gracia.
Sólo un alma en gracia es capaz de sentirse verdaderamente en paz, aun en medio del ruido y las tormentas de la vida. Los monjes de Santo Espíritu vieron alterada su paz por el ataque de un demente, pero seguramente -a pesar del dolor por la pérdida de un hermano y por la natural inquietud que genera un ataque de este tipo-, con la ayuda de la gracia de Dios, recuperaron la paz con más rapidez que cualquier mortal.
Quien haya perdido la gracia por el pecado, puede dar testimonio de la inquietud que se siente al no tenerla y de la alegría y la paz que se siente al recuperarla.
¿Qué es la gracia? De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica, la gracia es el favor o el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada. Nos santifica, nos lava de nuestros pecados y nos comunica la justicia de Dios por la fe en Jesucristo y por el Bautismo. Nos permite convertirnos y llegar a ser hijos adoptivos de Dios, partícipes de su naturaleza divina, y por tanto, de la vida eterna.
¿Cómo podemos los hombres acceder a esa gracia y, por tanto, a la paz que lleva consigo? A través de los sacramentos: del Bautismo, de la Confirmación, de la Confesión, de la Eucaristía, del Matrimonio, del Orden Sagrado y de la Unción de los Enfermos. De ahí la necesidad de frecuentar aquellos sacramentos que se pueden recibir más de una vez: Confesión y Eucaristía.
Para que haya paz en el mundo, es necesario que haya gracia en las almas de los hombres. De ahí la importancia de hablar de Dios a quienes nos rodean -familiares, amigos, compañeros de trabajo-; de ahí la necesidad de brindar una educación clásica que disponga mejor los corazones de los jóvenes a la recepción de la gracia. La paz verdadera, sin la gracia, es imposible. Porque la paz, sin Dios, es imposible.