El pasado 21 de julio se cumplió el centenario del nacimiento de Rafael Gambra Ciudad (1920-2004), madrileño de cuna, navarro de estirpe y corazón y filósofo católico con una obra muy sustanciosa que ilumina casi todas las grandes áreas de su disciplina, en particular las que atañen a la vida del hombre en sociedad.
Fue doctor en Filosofía por la Universidad Central de Madrid con una tesis dirigida por Juan Zaragüeta Bengoechea, y catedrático de Enseñanza Media por oposición. Brindó a varias generaciones de alumnos un excepcional Curso elemental de Filosofía, que fue libro de texto pero que, incluso separado del contexto escolar, ofrece al lector interesado una inmejorable aproximación sencilla y didáctica, de raigambre tomista, a la metafísica, la lógica, la epistemología, la moral y la teodicea.
Su complemento perfecto es la Historia sencilla de la filosofía, múltiples veces reimpresa, donde presenta, en el cuadro de la philosophia perennis, un panorama muy comprensible de las corrientes de pensamiento que se han manifestado a lo largo de los siglos. Las enjuicia con rigor y respeto, pero sin asepsias, que iban poco con él. Su temperamento, aunque templado e irónico y poco dado a los maximalismos, era roqueño en la afirmación de la Verdad y en la integración entre las conclusiones de la fe y de la razón.
Como buen discípulo de Santo Tomás de Aquino, no deja de incorporar lo bueno venga de donde venga ("No mires quién lo ha dicho, mas atiende qué tal es lo que se dijo", aconseja la Imitación de Cristo [I, 5] de Tomás de Kempis) y así apreció, por ejemplo -alguien como él, totalmente alejado del personalismo cristiano- el singular existencialismo de Gabriel Marcel.
El arraigo, factor legitimador
Como fruto de esa aproximación a la existencia concreta encontramos un punto clave de su filosofía social: el arraigo espacio-temporal como fundamento de la legitimidad política. Es una de las grandes aportaciones teóricas de Gambra (de sostenida militancia carlista: murió como jefe de la Secretaría Política de Don Sixto Enrique de Borbón) a la doctrina tradicionalista. Las instituciones naturales y las heredadas -en particular, la monarquía- no solo valen por su racionalidad o por su utilidad, sino por su conformidad a la psicología profunda del hombre, a quien vinculan con su propio pasado personal y colectivo y a cuya vida común dan sentido. Configuran así una lealtad que es además, por el origen divino del poder (Rom 13, 1), exigible como deber religioso, pero siempre a condición de que ese mismo poder cumpla con sus obligaciones para con Dios en cuanto pieza auxiliar de su designio salvífico sobre los hombres.
Esta cosmovisión brilla con luz propia en una de sus obras más conocidas y reeditadas, El silencio de Dios, una bellísima glosa a El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, y que le prologó Gustave Thibon.
Y se concreta aún más en La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, su gran legado intelectual como carlista: una coherente y renovada estructuración del ideario del célebre parlamentario Juan Vázquez de Mella.
La tesis doctoral de Gambra había versado sobre La interpretación materialista de la Historia, pero su aproximación al pasado no se quedó en la teoría. Demostró ser un extraordinario analista de eventos históricos concretos. Dos en particular.
Por un lado, en su libro La Primera Guerra Civil de España, que prologó José María Pemán, aborda el alzamiento realista y antiliberal de 1820-1823 y demuestra su continuidad con el carácter popular profundamente religioso de la Guerra de la Independencia, manifestado en el magnífico recibimiento a los Cien Mil Hijos de San Luis por parte de los mismos que unos años antes se habían levantado con rabia contra Napoleón.
Por otro lado, en Tradición o mimetismo, publicado pocos meses después de la muerte de Francisco Franco, examina su obra a la luz de la Tradición política española. Gambra se había alistado a los 17 años para hacer la guerra como requeté, pero mantuvo como carlista una distancia crítica con el régimen surgido tras ella. Uno de sus puntos de divergencia había sido, en los años 60, la docilidad con la que aceptó las exigencias de la Secretaría de Estado vaticana de reformas legislativas en España acordes a la declaración Dignitatis Humanae, sobre la libertad religiosa, del Concilio Vaticano II.
Dicha declaración -el texto más controvertido en el aula conciliar- se aprobó el 7 de diciembre de 1965, víspera de su clausura. Pero ya desde tres años antes se venía preparando una adaptación del Fuero de los Españoles a los nuevos tiempos, que desembocó en la Ley de Libertad Religiosa que entró en vigor el 28 de diciembre de 1967. En uno de sus libros más personales, La unidad religiosa y el derrotismo católico, Gambra denunciaba la renuncia conjunta de la Iglesia y del Estado al que, hasta entonces, ambos habían considerado el componente fundamental del bien común de España: su unidad católica.
Por último, cabe citar otra obra suya enormemente actual, El lenguaje y los mitos, una aproximación a la orwelliana manipulación del lenguaje por parte de la mentalidad progresista. Si bien la corrección política de nuestros días ha dejado pequeña la manipulación que conoció Gambra, este texto sigue enseñando al lector a resistirla, pues el mecanismo mental explotado por los tiranos es el mismo.
Publicaciones con motivo del centenario
Como homenaje a Rafael Gambra en su centenario y como aproximación a su pensamiento para quienes no conozcan su obra, en las últimas semanas pueden celebrarse tres publicaciones impulsadas por el principal continuador intelectual de su obra, Miguel Ayuso.
Por un lado, una selección de artículos bajo el título Tradicionalismo y carlismo, donde queda patente la sustancia católica del pensamiento político de Gambra.
En segundo lugar, el estudio Drama del hombre, silencio de Dios y crisis de la historia. La filosofía antimoderna de Rafael Gambra, del jurista y filósofo chileno Julio Alvear Téllez, que destaca el modo no escolástico con el que un autor tan arraigado en el tomismo ponía al descubierto las contradicciones del humanismo racionalista y sus secuelas nihilistas. Unas secuelas patentes hoy en la emergente ideología posthumanista y en la "cultura de la cancelación" que está abriéndose camino ante nuestros ojos, puro derrumbamiento de Occidente en lo poco que le quedaba conforme al orden natural y cristiano.
Por último, en el último número de la revista Verbo (nº 585-586) hallamos un dossier que incluye textos suyos sobre Liberalismo y progresismo, los prólogos de Thibon, Pemán y Francisco Elías de Tejada a sendas obras suyas, y tres trabajos inéditos de los profesores Ayuso sobre "El tradicionalismo integral de Rafael Gambra", Danilo Castellano sobre "Rafael Gambra Ciudad: un militante de la Tradición" y Alvear Téllez sobre "La crisis de la Iglesia católica en el pensamiento de Rafael Gambra".
Una crisis que consistía para él en la rendición de la Iglesia ante el mundo, en "incorporarse a su espíritu, a sus estructuras, a su mentalidad... darlos como buenos... aceptarlos como cristianos... diluir las diferencias". Si la Iglesia disolviese su destino en una labor meramente "humanista" de "promoción humana", asistiríamos a "la desaparición de la idea de Dios y del anhelo de Él en el corazón humano".
Toda la vida de Rafael Gambra fue una rebelión contra ese destino, y toda su obra, un brindar a los demás las armas intelectuales precisas para unirse a la rebelión.