En muchos hogares acomodados de la España de los años 60 solía haber dos puertas de acceso: la puerta noble y la puerta de servicio. Por esta última accedía a la casa el personal de servicio, y también se utilizaba para el ingreso de suministros y alimentos.
Si bien es cierto que tal práctica chirriaría con la sensibilidad igualitaria de nuestros días, me atrevo a afirmar que, aunque hoy seamos amantes de las formas igualitarias, lo cierto es que, cualquier parecido con la realidad que padecemos es mera coincidencia; de forma que la crisis que vivimos en España y en buena parte del mundo, es, fundamentalmente, consecuencia de la ambición por el poder. El poder se ha convertido en la droga más codiciada, hasta el punto de que sus adictos están dispuestos a tensar al máximo las relaciones sociales y la misma legalidad, con el único objetivo de poder mantenerse en él. En palabras de Tácito, político e historiador romano de finales del siglo I d.C.: “Para quienes ambicionan el poder, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio”.
Ciertamente, la ambición por el poder es la droga sociopolítica de nuestro tiempo. Es algo que se ha ido gestando poco a poco, en una deriva en la que cada vez hay más estado y menos sociedad. El continuo intervencionismo estatalista sobre todas las realidades sociales ha conllevado la disminución de las iniciativas sociales (en ocasiones, su cuasi estatalización). Lo cierto es que los estados han acumulado un inmenso poder, de forma que quienes los rigen difícilmente lo hacen con la actitud de quien administra algo que no es suyo, sino que, embriagados por esa droga, se consideran dueños y señores de los bienes y del destino de los pueblos.
Frente a esta deriva, merece la pena reflexionar sobre la concepción cristiana del “poder”, en la cual se combinan de forma equilibrada cuatro dimensiones: ‘potestas’ (potestad), ‘auctoritas’ (autoridad), ‘paternitas’ (paternidad) y ‘fraternitas’ (fraternidad).
En primer lugar, distinguimos claramente entre ‘potestas’ y ‘auctoritas’. No es suficiente tener la capacidad decisoria (‘potestas´), sino que es necesaria la autoridad moral (‘auctoritas’): el testimonio de vida coherente y la competencia personal. Por desgracia, estamos siendo testigos de hasta qué punto se puede imponer el rodillo de la potestad legal, sin autoridad moral alguna… El problema de fondo es que la concepción moderna de poder está desligada de la ‘paternitas’ (capacidad de generar vida y hacerla crecer), lo cual hace imposible la ‘fraternitas’ (capacidad de compartir el poder con los demás, suscitando corresponsabilidad).
El nacimiento de Jesús en Belén fue testigo de este conflicto. El rey Herodes tembló ante la noticia del nacimiento de un rey, temiendo que pudiera poner en peligro su propio poder. Y treinta años más tarde, por mucho que Jesús le dijera a Pilato que su reino no era de este mundo, la ‘auctoritas’ de Jesús le resultó molesta al gobernador romano, y sigue molestando a quienes ejercen la ‘potestas’ sin autoridad moral alguna…
La forma en la que Dios vino al mundo, nos mostró la veracidad de la conocida frase de Fiodor Dostoievski: “Dios no está junto al poder. Él está solo en la verdad”. Como decía San Juan Pablo II en la encíclica Veritatis Splendor: “El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo (…) Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder (…) La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por lo tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana” (n. 99).
El antídoto a la droga del poder es la imagen del Dios hecho niño. Como dice Benedicto XVI en su libro La Bendición de la Navidad: “Dios viene sin armas porque no quiere conquistar desde el exterior, sino ganar desde el interior, transformar desde dentro. Si acaso hay algo que puede vencer al hombre, su arrogancia, su violencia y su codicia, es la indefensión del niño”.
Pues bien, volviendo al título de este breve artículo: Jesús entró en el mundo por la puerta de servicio, ofreciéndonos la sanación de la ambición por el poder: la humildad de quien no aspira a su propia gloria, sino que solo busca la gloria de Dios, a través del amor y del servicio… En palabras del Papa Francisco: “El verdadero poder es el servicio” ¡Os deseo una Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo!
Publicado en Ecclesia.