Acabo de leer un libro altamente esperanzador. Se titula Dios o nada y es una larga entrevista al cardenal africano Robert Sarah, actual responsable de la congregación vaticana para el culto divino. Es raro que un libro que traza un diagnóstico tan severo de la cristiandad actual (es decir, del cristianismo en Europa, por decirlo así) resulte a la vez tan alentador y dé tantos motivos para el optimismo.
Que Europa no tiene remedio, y España menos, lo pensamos muchos. Los hechos nos dan la razón un día tras otro, y a tal punto que estamos arrojando la toalla, o la hemos arrojado ya. La lucha empieza a parecernos inútil. La civilización occidental, tal como la conocimos, el humanismo, la razón, el valor de la persona y de la libertad individual, y aun de la pública, todo eso se descompone a ojos vistas. No es apocalíptico afirmar que, en concreto, nuestro país está pasando de una corrupción económica escandalosa a una cloaca moral a cielo abierto. Nada parece sorprendernos ya. Los daños que trajo el zapaterismo, esos males que no quiso combatir Rajoy, han comenzado a agravarse de la mano de un Pedro Sánchez tan desprovisto de escrúpulos y de luces como nos temíamos, un presidente del gobierno totalmente cerrado a todo lo que no sean mañas para okupar el mayor tiempo posible el puesto de mando de la nación. En su mero afán de robarle el discurso a la extrema izquierda, ahí lo tenemos anunciando una batería de leyes para combatir a ultranza los restos del cristianismo hispano y para erradicar meticulosamente las libertades de pensamiento, de educación, de expresión y de conformación de la vida familiar. Y la coyuntura no puede ser más propicia para él, porque nadie le va a poner coto. Por alguna misteriosa razón, el sector amplísimo de españoles que están en contra de ese ataque sistemático a los derechos de las personas no encuentran producto alguno en el mercado de los partidos, carecen de toda representación política. Por alguna razón misteriosa (o no tan misteriosa), España es el único país europeo en cuyo horizonte no se atisba una fuerza política, ni buena ni mala, capaz de decir basta ya de este locura, basta ya de esta insania liberticida y multiaberrante, tan aquejada de odio a Dios como de aversión al ser humano individual, al hombre de carne y hueso. No tan misteriosa, digo, porque quizá no sea casualidad sino terrible y justa simetría histórica el que España, la nación que más contribuyó a extender por el orbe el humanismo cristiano, sea hoy también la más sañuda contra la Cruz; la nación que, en esta corriente de apostasía que domina Occidente, se lleva la palma. Una palma que, para no sólo para escarnio de nuestro credo religioso sino también para opresión de nuestra libertad de pensamiento y expresión, no se limita ya a aquello de “España ha dejado de ser católica” (Azaña), sino que está llegando al extremo de negar que España fuese alguna vez católica, o si lo fue se debió puramente a una serie interminable de dictaduras. Es decir, los que vienen no se adueñan sólo de las voluntades de los españolitos sino que quieren también sus cerebros, están prestos a impedir que los españolitos conozcan la realidad que fue, porque sencillamente tienen poder para cambiarla y transformarla.
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Y en esas andaba yo, persuadido también de que la Iglesia española actual, como probablemente el resto de las europeas, carece ya coraje y de sal evangélica para combatir este combate, para oponerse el zarpazo vengativo de esas fuerzas que van desde el dominio callejero y mediático al poder absoluto en los parlamentos, cuando cae en mis manos este libro luminoso de un cardenal negro, el responsable máximo vaticano en materia de liturgia (que fue obispo en tiempos de martirio y tribulación en su país, Guinea Konakri), y no puedo menos de relacionarlo con el drama de los inmigrantes de África. Drama o tragedia, porque la llegada a nuestras costas de tantos seres humanos necesitados no puede contemplarse sino con profundo pesimismo, y no porque sea un fenómeno imparable y perturbador, sino por esa impresión que tenemos de que lo que podía ser una gran oportunidad para la justicia social y para el progreso de la civilización va a servir más bien para acabar de deseuropeizar el continente entero, por su propia incapacidad para regularla y asimilarla.
Pues he aquí que este libro del cardenal Sarah, este repaso singularmente lúcido y exhaustivo a los problemas que aquejan a la Iglesia católica desde los años sesenta hasta hoy, nos hace ver que del continente negro no sólo nos llegan pobres y refugiados que reclaman nuestra solidaridad a la vez que nos perturban, sino también sabios, maestros o si se quiere médicos o pastores como éste que, forjado genuinamente allí, nos aporta de pronto una visión primaveral del cristianismo.
No, no todo es invierno espiritual ni decadencia, no todo está perdido para nosotros mientras sigan existiendo los pueblos africanos.