Uno de los mayores golpes al movimiento objetor frente a la imposición de las asignaturas de Educación para la Ciudadanía fueron las sentencias del Tribunal Supremo que, hace ahora un año, denegaban el derecho a la objeción de conciencia en materia educativa.
Estas sentencias estuvieron rodeadas por la polémica: se tardó tres días en acordarlas y se hizo con el voto contrario de una cuarta parte de los magistrados. Tampoco pasó desapercibido el hecho de que la entonces ministra de Educación tuviera grabada la celebración del fallo tres días antes de que se produjera.
Tan endeble resultó el fallo del Supremo que, posteriormente, varias sentencias de Tribunales Superiores de Justicia admitieron la objeción de conciencia basándose en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y, lo que es más significativo, en la propia argumentación de las sentencias del Supremo.
A nadie se le escapa, a estas alturas, la falta de independencia del poder judicial en España, por lo que las sentencias del Supremo tampoco causaron gran perplejidad entre el movimiento objetor, que sigue su camino apelando a las restantes instancias jurídicas con el convencimiento de que es un deber ciudadano presentar su caso ante los tribunales pero que, en cualquier caso, la objeción de conciencia es previa y prevalece sobre cualquier legislación.
El pasado jueves José Javier Castiella, un notario de Pamplona, rememoraba las sentencias del Supremo y ponía el dedo en la llaga de la razón fundamental que llevó a los magistrados a fallar en contra de los padres objetores: ideología pura y dura. Una ideología que no tiene ningún apoyo jurídico por parte del Tribunal Constitucional:
«El TS, (…) no entra en el estudio de los contenidos mínimos de los citados reales decretos. En cambio, sí entra en una distinción, que no está en el texto constitucional y supone un auténtico caballo de Troya para que el Estado invada el campo del adoctrinamiento moral que, como hemos visto, la Constitución reserva a la decisión de los padres. Me refiero a la distinción entre una moral pública o común, en la que el Estado tendría el derecho a intervenir y formar a todos los ciudadanos y, separada de ella, relegada al “mundo de las creencias y de los modelos de conducta individual” –en expresión literal del fundamento sexto–, la moral privada, que sería el ámbito residual de decisión de los padres al que quedaría reducido el artículo 27.3 antes visto».
E insiste:
«La supuesta dualidad entre ética pública y ética privada no tiene el menor amparo constitucional. La conducta humana de cada persona se rige por las normas de una sola ética, con la que resolverá el juicio moral concreto sobre cada acción de las personas».
Como señala Castiella, el Supremo no niega el derecho de los padres a decidir y supervisar la enseñanza de cuestiones morales a sus hijos (de hecho, las sentencias les animan a estar vigilantes y denunciar cualquier violación de este derecho), pero reconoce un derecho del Estado a establecer una moral pública en contraposición a la supuesta moral privada de los ciudadanos (en este caso, los padres objetores). Esta distinción moral pública/moral privada no tiene ninguna fundamentación jurídica: es una dicotomía, una distinción meramente ideológica, que cualquier persona tiene el derecho a sostener, pero que un tribunal no puede imponer dando por supuesta su veracidad.
La dicotomía moral pública/moral privada es, precisamente una distinción de las que las mismas sentencias del Supremo llama «puntos de vista determinados sobre cuestiones morales que en la sociedad española son controvertidas». Es decir, las sentencias del Supremo son una pescadilla que se muerde la cola estableciendo como fundamento incontrovertible de sus sentencias una teoría moral absolutamente controvertida: el desdoblamiento de la moral en pública y privada, por lo que el Estado puede y debe establecer el comportamiento moral («público») de sus ciudadanos y, en consecuencia, determinar unos objetivos, contenidos y criterios de evaluación de lo que ha de ser el «buen ciudadano» con independencia de sus convicciones morales «particulares».
Asumida esta distinción ideológica tan respetable como discutible, no puede producirse conflicto de intereses: cada ciudadano debe obrar «en la esfera pública» conforme a la «moral pública» que dicta el Estado. Y debe reservarse para su «esfera privada» la «moral privada» que estime más conveniente. Separando y estableciendo un paralelismo entre «las dos morales» no cabe el conflicto para los defensores de la Educación para la Ciudadanía, que proponen esta dualidad como algo establecido e indubitable, si bien no deja de ser una postura meramente ideológica contrapuesta a todas aquellas concepciones antropológicas que sostienen la indivisibilidad de la moral en la persona humana.
Y es que, en definitiva, quienes niegan que la Educación para la Ciudadanía pretenda establecer criterios morales se contradicen inmediatamente por mucho que se amparen en el torpe recurso de distinguir entre moral pública y privada para verter la moral privada en una moral pública que abarque todos los ámbitos de actuación de las personas. Solo resta menospreciar el valor de la moral privada para haber terminado el proceso de sustitución de las normas de conducta personales por las que dicta el Estado. El Leviathán que pretende ordenar nuestras conductas.