Rara es la ceremonia de beatificación o canonización en la que no se incluye algún fundador o fundadora de congregación religiosa u otros institutos parecidos. No digo, con ello, que sean demasiados, o que sean demasiados pocos, que no es cuestión de cantidad, sino de proporción, pues con relación a seglares casados, mujeres u hombres, la desproporción es inmensa. Tampoco digo que haya en las altas instancias jerárquicas que entiende de estas cuestiones, un trato de favor hacia sectores concretos. En estos asuntos, como en todo lo que hace referencia al orden interno de la institución eclesial, siempre me digo lo mismo, doctores tiene la Iglesia, de modo que ellos sabrán, o lo que es lo mismo, mi fe es la del carbonero, gracias a Dios.
 
Un gran amigo mío, ya fallecido –empiezo a tener ya más amigos obituados que vivos, lo cual, para muchos, sería un indicio alarmante, en cambio, para mí, es una gran esperanza de poder reunirme más pronto que tarde, con la persona que fue mi vida-, mi amigo, digo, Enrique Pastor Mateos, expresaba sus dudas sobre que algunos santos estuvieran en el cielo, pero de san Vicente Ferrer tenía la certeza de que «moraba» en el infierno. Lo decía, claro está, para chincharme, porque el santo patrón del viejo reino valenciano, ahora taifa autonómica es, obviamente, mi santo de pila. Enrique Pastor no era un tipo cualquiera. Hombre de enorme cultura, director de la biblioteca municipal de Madrid que mantuvo siempre cerrada por obras –pensaba yo que para disfrutarla en exclusiva-, fue presidente del Consejo Superior de los Jóvenes de Acción Católica, luego director del semanario Signo y anteriormente condottiere de la grandiosa peregrinación de las «juventudes católicas de España» a la tumba de Sant-Yago en el año santo compostelano de 1948. Yo trabajé como un enano en el montaje de la expedición de mi pueblo, que hizo el viaje en un camión de mudanzas de la empresa Calito de Castellón, aunque finalmente no puede participar en ella. Ni la economía familiar estaba para tafetanes, ni a mi padre, fiel lerrouxista, le entusiasmaban las «cosas» de los curas.
 
Pero volvamos a los santos fundadores, contra los que no tengo nada que objetar. En cuestiones de Iglesia soy acólito de amén. Sin embargo pienso, porque uno tiene su corazoncito, que para santas fundadoras, muchísimas mujeres que fundaron una familia, dieron vida a nuevos hijos de Dios y, en general, les transmitieron la fe. Más las madres que los padres. Lo digo yo, que algo sé de eso.
 
Por otro lado se atribuye a los santos fundadores virtudes heroicas, mas para virtudes fuera de lo común, las de esas mujeres que tienen que alimentar, educar y encarrilar a sus hijos, siempre pendientes de ellos hasta el final de sus días Y todo, sólo por amor y entrega a los suyos, sin esperar nada a cambio. Si acaso, algo del cariño que con tanta generosidad esparcieron.
 
También se requiere de los santos fundadores, para reconocer su santidad, la realización de algún milagro, algún hecho insólito no explicable a la luz de la ciencia. Pero a este respecto me pregunto si no es una circunstancia milagrosa que muchas madres consigan llegar a fin de mes con la que está cayendo, sin vender la dignidad personal. Eso sí que es un milagro cotidiano, una heroicidad impagable. En el pueblo donde vivo conozco a una madre de familia numerosa, numerosa de las de antes, con el marido enfermo de una proceso degenerativo muy grave, perteneciente al movimiento Shönstatt y con la cual confraternizo en el marco de la parroquia, que me la encuentro en un supermercado de baratillo, siempre a la búsqueda de ofertas y descuentos. Dirá el lector que yo hago lo mismo, pero en mi caso no tiene ningún mérito, porque yo lo tengo a la vuelta de la esquina, mientras que mi hermana parroquial viene de la otra punta del término municipal.
 
Pues a pesar de tanta heroína abnegada y ejemplar como existe en el mundo familiar que conocemos, raro es, rarísimo, que alguna vez, muy de tarde en tarde, alguna de estas santas fuera de toda duda, sea elevada a los altares, como paradigma de mujer, esposa y madre digna de imitación. La Iglesia de ciertos sectores clericales, más allá de lo que digan los textos pastorales, tiene un afecto perfectamente descriptible del hecho matrimonial. Con frecuencia me asalta la impresión que no pocos clérigos creen que los casados ya tienen su premio en este mundo con el goce conyugal, de modo que no pueden pretender, encima, que les toquen los premios gordos del otro. Ignoran, o desdeñan, la función afectiva que tienen las relaciones íntimas, básicas para la estabilidad y solidez de la familia, a su vez célula fundamental de la sociedad y de la Iglesia, aunque con frecuencia seamos ninguneados, tanto en el mundo civil como en el religioso. Incluso en el reconocimiento de las virtudes familiares, sobre todo de las maternales. Menos mal que al Señor no se le escapa detalle alguno de la inmensa y profunda realidad.