He tenido la fortuna de prologar una obra de Gustave Thibon, el gran filósofo campesino, titulada Seréis como dioses (editada por Editoral Didaskalos, con traducción de Pablo Cervera), un híbrido de diálogo metafísico y novela de ciencia-ficción que aborda el asunto de la inmortalidad humana. En las mitologías paganas, el anhelo de inmortalidad se resolvía en la consecución de la eterna juventud. En Los viajes de Gulliver, el burlón Swift imaginaba unos inmortales convertidos en lastimosas piltrafas, decrépitos y con demencia senil, que habían sido declarados incapaces y no podían disfrutar de sus bienes. Y Jorge Luis Borges, en su relato El inmortal, se refiere a un hombre al que la sucesión de los días acaba consumiendo de tedio; algo semejante a lo que también le ocurre al protagonista de Bomarzo, la novela de Manuel Mújica Laínez, para quien la pérdida de la inmortalidad resulta un alivio. No en vano Borges y Mújica Laínez son hijos del cansancio de la modernidad.
Pero la ciencia-ficción de las últimas décadas ha recuperado una visión eufórica de la inmortalidad que enlaza con los mitos paganos, a veces entreverada de una puerilidad ruborizante (¡la tabarrita de los «superhéroes»!). También en las últimas décadas, los avances científicos -que ya no buscan tanto conocer la naturaleza como dominarla- pugnan por alcanzar la fórmula mágica de la inmortalidad, mediante técnicas que alargan nuestra existencia, sanan nuestras enfermedades y regeneran o multiplican nuestras células, hasta convertirnos en seres «transhumanos» capaces de vencer el envejecimiento y su séquito de achaques. Y todo esto ocurre, paradójicamente, mientras las democracias se afanan por legalizar la eutanasia.
En Seréis como dioses, Thibon imagina un mundo futuro en el que la muerte ha sido por completo suprimida; un mundo en el que la ciencia ha brindado a los hombres la inmortalidad… a costa de dejarlos sin eternidad, a costa de impedir que se reúnan con Dios. A Amanda, la protagonista de la obra, todos le cantan las loas de la inmortalidad, que además se procura democráticamente a ricos y pobres. Pero Amanda reniega de la igualdad de los hombres sin Dios -esa nivelación aborrecible que nos convierte a todos en patéticos monarcas de una vida estereotipada- y añora la igualdad de las almas ante Dios, que es la única que ni la democracia ni la inmortalidad prometida por la ciencia nos pueden brindar. Y, además, Amanda descubre que la inmortalidad mata al alma, porque le impide cumplir su verdadero destino, que es fundirse en la plenitud de un amor infinito que sólo se puede alcanzar en la vida eterna. Tal vez por eso nuestra época, a la vez que suspira por alcanzar la inmortalidad, se conforma con amores cada vez mas estragados por la prisa, amores nerviosos de interné, amores de adulterio y zurriburri, amores sucesivos y superpuestos, poliamores de baratillo, ensalada de amores con edulcorantes y resacón de angustia. Y, como le falta el amor eterno, nuestra época ansiosa de inmortalidad acaba recurriendo a la eutanasia.
Seréis como dioses es, en fin, una obra terriblemente bella que nos enseña que la muerte «no es un accidente de la naturaleza: es un castigo y una promesa». Y, como afirma uno de sus personajes, en una formidable maldición: «Os habéis sustraído al castigo y la promesa se ha arruinado como una fruta pocha. Es el gran pecado final que viene a sellar el pecado original, es el Omega del repudio. Todos los hombres vivos en esta hora están infectados con él y desnaturalizados, y ningún Dios bajará del cielo para absolver ese pecado con su sangre».
Publicado en ABC.