Descubrí hace unos años una obra de Baltasar Gracián en una edición de crítica literaria. Se trata de El comulgatorio, publicado en Zaragoza en 1655 en una de las imprentas más conocidas entonces de la capital aragonesa, la de Juan de Ibar, que estaba situada en la calle de la Cuchillería, un tramo de la actual calle Don Jaime junto a la plaza de la Seo. Me gusta imaginar que Gracián que, por entonces, debía de vivir en la residencia jesuita de la iglesia de San Carlos, debió de ir caminando llevando su manuscrito a esta afamada imprenta. Aunque la edición consultada era literaria, más atenta a las formas o a las influencias, yo tomé este libro por obra para la oración y la lectura espiritual, que no es otro el propósito que le dio su autor. He hecho uso de él en fiestas litúrgicas o en días señalados, y también en la Navidad.
El jesuita Baltasar Gracián (1601-1658), autor de obras fundamentales de la literatura española como El Criticón o Agudeza y arte de ingenio, publicó con su nombre solo una de ellas: El Comulgatorio.
No es, desde luego, el Gracián que algunos se esperan: el de las certeras sentencias que pretenden ser un manual para uso de la vida o buscan los paralelismos históricos para afrontar todo tipo de situaciones, en lo público o en lo privado. No es el Gracián de los ingenios, sino el de los afectos. Y esto es muy bueno, porque los ingenios tienen el riesgo de que se nos pase el tiempo afilando o blandiendo las armas de la dialéctica, y nos olvidamos de nuestra propia humanidad, amada por un Dios hasta el extremo de hacerse uno de los nuestros. La agudeza no es solo para la filosofía. Hay también una agudeza de los afectos, que hace que el amor sea imaginativo, para así renovar el amor y salir de la rutina de los acostumbramientos. En El comulgatorio descubrí que Gracián tenía afectos, y no era simplemente un profesor de teología dogmática o de moral.
Los puntos de meditación de Gracián, que son siempre cuatro en cada capítulo, son puntos que pretenden que salgamos de nosotros mismos y nos acerquemos a un Dios presente en la Eucaristía, y esto viene muy bien para nuestras Navidades, casi carentes de silencio y ensordecidas por el ruido de las prisas, de las compras, del envoltorio de los regalos y de la abundancia de los festines. No fue así la primera Navidad, evocada por Gracián en su Meditación XXXIII, De cómo no halló en Belén dónde ser hospedado el Niño Dios, aplicado a la Comunión. Aquella Navidad fue, en apariencia, un fracaso. Los vecinos de Belén, algunos de ellos parientes de José y María, cerraron las puertas a aquel joven matrimonio venido de Nazaret para empadronarse en su lugar de origen. Dice al respecto Gracián: “Ciegos del interés, los parientes no ven el bien que se les entra por sus puertas, y los que no reconocen en el pobre a Dios, tampoco conocen a Dios hecho pobre”. Pienso que el número de pobres no para de aumentar en nuestras sociedades, aunque no se trata solo de los pobres que no tienen trabajo o que han quedado encadenados a un salario vergonzante. Son también los pobres que carecen de amor, de cualquier palabra de afecto o de que simplemente alguien se interese por ellos. Quien no ve la pobreza material o la moral en los que le rodean, no puede decir que ama a Dios, porque ese Jesús, el Hombre Dios, habría tenido para todos una palabra o una mirada, y habrá sido además un gran escuchador, algo muy urgente en nuestro tiempo, una práctica recomendada por el Papa Francisco. Dios se ha hecho hombre y se ha hecho pobre. ¡Hay tantos a nuestro lado!
Escribe Gracián que en la casa del pan (eso significa Belén) no quisieron recibir a Jesús que iba a nacer. Y sin embargo, la dicha de recibirle en la Eucaristía, que no tuvieron ni conocían aquellos habitantes de la pequeña ciudad de Judea, “sólo se queda para ti”. Una oportunidad al alcance de la mano, pero que a veces no valoramos porque somos víctimas de la rutina, incluso en nuestra fe religiosa. Luego nos quejamos de que no estamos satisfechos, y sentimos que algo nos falta. ¿Será que nos falta fe y nos falta amor? Eso le dijo un sacerdote a un cristiano que se quejaba de que siempre caía en los mismos defectos. Añade Gracián: “El niño real y verdaderamente que estaba allí en el pesebre, está aquí en el Altar”. Este es el nuevo Belén, la nueva Casa del Pan, que a todos nos aguarda para darnos un amor al que apenas podemos corresponder con nuestros afectos. Y aconseja el autor aragonés a sus lectores de todos los tiempos: “Nazca, pues en tu corazón, y asístanle todas tus potencias, amándole unas y contemplándole otras, sirviéndole y adorándole todas”.
“Ora, canta y vocea”. Así concluye Gracián su meditación. Orar es hablar con Jesús. Cantar es rebosar de alegría por haberle recibido. Vocear es proclamar y no esconder una alegría destinada, si somos fieles, a permanecer siempre.
Publicado en la revista El Pilar, diciembre de 2018.