Me pregunto a menudo de dónde viene esta -se podría decir- "manía" de los obispos de intervenir sobre todo y sobre todos: sobre cuestiones fundamentales, sobre cuestiones no esenciales... por no hablar -por pura caridad patriótica- de la que ya se ha convertido en la vexata quaestio de los tortellini con pollo o con cerdo. [Monseñor Negri alude a la polémica desatada en Bolonia, cuyo plato típico son los tortellini, ante la propuesta de su arzobispo, el recién nombrado cardenal Matteo Zuppi, de alterar la receta tradicional con cerdo que se ofrece a los sin techo y hacerlos con pollo para no ofender a los musulmanes.]
Por desgracia, personas que deberían ejercer la autoridad episcopal de manera auténtica y plena, en lugar de afirmar que la vida debe ser defendida sin peros ni condiciones, han encontrado un atajo digno de mejor causa: se debe defender la vida sin peros ni condiciones mientras sea adecuada, eficiente, positiva; en caso contrario, no se dice que no y se deja en suspenso la terrible hipótesis que el Tribunal Constitucional italiano ha convertido provisionalmente en ley. [Monseñor Negri se refiere a la legitimación del suicidio asistido en determinados casos mediante una sentencia de finales de septiembre.]
Cerremos los ojos ante las infinitas y escandalosas actitudes que se permiten en la iglesia durante la liturgia: liturgias mutiladas de sus partes fundamentales, donde la estructura canónica que la Iglesia nos ha entregado -y que antes ha recibido del Señor- es sustituida por florituras de carácter sociocultural y económico, sobre todo con abundantes y extraordinarias referencias a la inmigración. Todo lo que no es inmigración carece de sentido y de significado, no interesa: bajorrelieves con migrantes -una imagen, como mínimo, sombría- o bien la inmigración como parte integrante del escudo episcopal [el recién nombrado cardenal Michael Czerny ha incluido un patera en su escudo cardenalicio]. Inmigración que se convierte en una llamada insistente, reiterada, obsesiva, hasta el punto de que ha agotado casi totalmente cualquier otra manifestación magisterial. Estamos cerrando los ojos a la tragedia de la sociedad actual (por supuesto, nadie subestima la relevancia del drama de la inmigración).
La Iglesia no vive para resolver el problema de la inmigración: la Iglesia vive para anunciar a Jesucristo, único Salvador del hombre y del mundo. Sin embargo, se ha sustituido el discurso fundamental sobre la fe, la esperanza y la caridad (con el que la Iglesia, durante siglos y en las situaciones más diversas, ha sabido alimentar la esperanza y la certeza de los hombres), mediante una sutil modificación que lleva a esta pérdida del ADN y de la identidad de la fe -tal como dijo el llorado cardenal Caffarra en una de sus últimas intervenciones públicas-, por una serie de cuestiones importantes pero que no pueden constituir el pondus [peso] de la fe.
La cuestión es grave, porque la Iglesia, por desgracia, ya no se opone al mundo ni es parte del mundo, sino que es vilipendiada en bares y antros, convertida en tema de jarana y de bromas; y el pontificado romano, que durante siglos ejerció la función -ante todo y sobre todo, comprometida y liberadora- de la defensa de la unidad, de la ortodoxia, de la fidelidad a la fe y la claridad en las costumbres, se ha convertido en objeto de risa en las series de televisión y en los sketch de cómicos más o menos conocidos.
Eutanasia de la fe: la fe va y viene según las circunstancias del momento, según las modas; la cuestión de los tortellini, con la complicidad de los periódicos y las redes sociales, se convierte en una cuestión de fe. Todas las cuestiones que el mundo nos lanza a la cara a través de la poderosa maquinaria de las comunicaciones sociales entran en el círculo de la vida eclesial, determinándola totalmente.
El aire puro del anuncio cristiano, el aire puro de las grandes afirmaciones, de las grandes certezas que hay que repetir a cada generación como posibilidad de vida, de fidelidad a la propia humanidad, de intensidad de la existencia, de la inteligencia y del amor y de la capacidad de riesgo: todo esto es lo que le pide a la Iglesia el estrato profundo de la humanidad que vive en cada hombre, esto es lo que le piden a la Iglesia el mundo y el hombre de hoy. Piden ser salvados: no ver resueltos todos los problemas, grandes y pequeños, de la vida personal y cultural o social, sino tener las grandes certezas sobre las que apoyar el pie de la vida, para que, a pesar de todo, se pueda caminar. Para que se pueda vivir Spe erecti, como decía la tradición cristiana: firmes en la esperanza, dignos en la fe y en la caridad, apasionados por la vida en el mundo, en esta gran comunicación de sentido que es evangelizar anunciando a Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo, única esperanza de salvación del hombre de todos los tiempos.
Detengamos esta vil eutanasia de la fe y recuperemos el "camino bueno de la vida".
Traducido por Elena Faccia Serrano.
Publicado en Cultura Cattolica.