El camino hacia la Pascua que marca la cuaresma es camino hacia el cielo, y cada año se renueva en la Resurreción del Señor. Después de empezar este tiempo santo con paso firme, el segundo domingo nos presenta a Jesús transfigurado en el monte Tabor. La meta no es la cruz, el sufrimiento, la muerte. La meta es la transfiguración de nuestra vida, la metamorfosis de este cuerpo mortal en cuerpo glorioso. “El transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo” (Flp 3,21).
Un creyente no espera el paraíso terrenal. Eso se queda para el marxismo materialista y para el ateísmo, que no tienen horizonte de eternidad. Para ellos, el paraíso es una utopía, que no existe, pero que mantiene encendido el principio esperanza en el corazón del hombre. Para el creyente, el paraíso está en el cielo, más allá de todo lo que vemos, más allá de la historia. Para un creyente, el paraíso existe con toda certeza, pero se sitúa en la zona más allá de la muerte. Somos ciudadanos del cielo.
A la luz de esta perspectiva tienen sentido el sacrificio, el esfuerzo, la penitencia cuaresmal. Los sufrimientos de la vida no son para aguantarlos estoicamente, sino para unirlos a la Cruz de Cristo, con la que el mundo ha sido redimido. El sufrimiento cristiano es para vivirlo con amor, como lo ha vivido Cristo.
Cuando Jesús iba decidido camino de Jerusalén bien sabía a lo que iba, a sufrir la muerte de cruz, que desembocaría en el triunfo de la resurrección. Y Jesús tuvo compasión de sus apóstoles, los que lo habían dejado todo para seguirle. Antes de continuar el camino, subió con ellos a un monte alto –un día entero se llevaba esta caminata– para un retiro espiritual en las alturas, en el monte. Y estando allí en oración con los tres más cercanos, su rostro se iluminó y los vestidos brillaban de blancura. Es como si Jesús dejara por unos instantes translucir la intimidad de su Corazón divino en su rostro humano. Vieron a Dios con rostro de hombre, en un rostro humano transformado, transfigurado, lleno de gloria.
“Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 26). En la búsqueda de Dios por parte del corazón humano hay un deseo creciente de ver a Dios. Dios ha ido mostrando su rostro y su intimidad progresivamente hasta llegar a su Hijo Jesucristo, en quien habita la plenitud de la divinidad y en quien hemos visto el rostro de Dios. Cuando los apóstoles lo vieron, cayeron rostro en tierra, como adormilados. “Qué hermoso es estar aquí”, dijo Pedro. Cuando el hombre vislumbra el rostro de Dios, su corazón se llena de alegría, de paz, de esperanza. Esa es la vida contemplativa, a la que todos estamos llamados.
La cuaresma nos invita a buscar a Dios, a buscar el rostro de Dios. “Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará” (Sal 34,6). Sería afanoso buscar ese rostro si no hubiera salido a nuestro encuentro. Pero no es así. El rostro de Dios Padre nos ha salido al encuentro en el rostro y en el corazón de su Hijo Jesucristo. Ahí lo encontramos, y ahí descansa nuestro corazón inquieto.
Cuando San Juan de la Cruz propone la Subida al Monte Carmelo, a los pocos pasos propone la unión con Dios como meta. El corazón humano no persevera en la subida, si no tiene claro a dónde va. Sabiendo cuál es la meta, la unión con Dios, el hombre puede seguir caminando, aunque le cueste fatigas, aunque se encuentre con contrariedades de todo tipo. Todo lo soporta con tal de alcanzar la meta que se le propone. Eso hace Jesús este domingo con nosotros: no tengáis miedo, la meta es la transfiguración, no la cruz. Ánimo, aunque ello cueste sangre. Gracias, Señor, por tu comprensión y por proponernos metas más altas.
Publicado en Diócesis de Córdoba.