En su magisterio acuciante y espléndido, prodigado a manos llenas estos días, Benedicto XVI ha insistido en dos ideas convergentes que llaman especialmente la atención: la maternidad de la Iglesia y la compasión como dimensión esencial del sacerdote. Son claves esenciales para dar su forma justa a la respuesta que el momento histórico presente demanda de la Iglesia.
En la homilía de Nuestra Señora de Lourdes comienza mi sorpresa. Allí el Papa habla del Magníficat explicando que «no es el cántico de aquellos a quienes sonríe la fortuna, que tienen siempre el viento en popa; es más bien la acción de gracias de quien conoce los dramas de la vida, pero confía en la obra redentora de Dios. Es un canto que expresa la fe probada de generaciones de hombres y mujeres que han puesto en Dios su esperanza y se han comprometido en primera persona, como María, en ser de ayuda a los hermanos en necesidad». La Iglesia, podríamos decir, es esta sucesión de generaciones de hombres y mujeres que han probado la fe, que han verificado su capacidad de generar y sostener lo humano incluso en medio de las dificultades y derrotas de la vida. Una fe que genera un vínculo de ayuda, una comunidad más fuerte y permanente que la que establecen los vínculos de la carne y de la sangre.
Pero hay un segundo momento aún más conmovedor: «La Iglesia, como María, guarda dentro de sí los dramas del hombre y el consuelo de Dios, los tiene juntos, a lo largo de su peregrinación en la historia». Así pues, la Iglesia, para ser ella misma, debe conservar siempre unidos en un permanente diálogo el drama del hombre y la respuesta de Dios. Fue el propio cardenal Ratzinger quien diagnosticó que la crisis de la predicación cristiana depende en buena medida de que las respuestas de la fe (aun siendo correctas) dejaron a un lado las preguntas de los hombres, resultando así ineficaces. Qué extraordinario valor tiene este apunte para dar forma hoy a la evangelización, a la presencia católica en la ciudad secular, para desarrollar ese diálogo con los no creyentes al que el Papa nos reclama con insistencia. Pero también para la educación en la fe de las propias comunidades cristianas, en la que es decisivo mostrar cómo la fe responde al drama del corazón humano en todas sus facetas.
Los cristianos no somos gente perfectamente puesta en orden, subida en su torre de marfil desde cuya altura disecciona con suficiencia las penalidades y miserias del mundo. Nuestros pies se hunden en el barro de la tierra, nuestro corazón sangra y anhela como el de todos, y nuestra libertad experimenta debilidad y cansancio en la prosecución fatigosa del bien. No somos la cofradía de los que les va viento en popa, sino la comunidad de los que por pura gracia han encontrado a Jesucristo presente, y por eso experimentan ya en medio de muchos tumultos y derrotas su compañía que nos libera del mal y sostiene nuestra esperanza. De aquí nace una mirada hacia el mundo como la de Jesús cuando lloró ante Jerusalén: ¡si conocieras el don de Dios!
En una sociedad crecientemente alejada de la tradición cristiana que ha forjado nuestra historia, en un mundo confuso y atribulado en el que tantos buscan desesperadamente respuestas por caminos oscuros y sin salida, los cristianos debemos aprender esa mirada de Jesús, debemos tener siempre viva esa chispa que conecta la herida del corazón con la presencia del Resucitado en medio de su Iglesia. Y esto me permite traer a colación la Lectio divina pronunciada por Benedicto XVI ante todos los párrocos de Roma al hilo de una lectura de la Carta a los Hebreos, en el fragmento en que dice que el sacerdote «debe ser uno con compasión hacia quienes están en la ignorancia y el error, estando él mismo revestido de debilidad». Y el Papa añade que «un elemento esencial de nuestro ser hombres es la compasión, es el sufrir con los otros... la verdadera humanidad es participar realmente en el sufrimiento del ser humano, ser un hombre de compasión, o sea, estar en el centro de la pasión humana, llevar con los otros sus sufrimientos, las tentaciones de nuestro tiempo». Es cierto que el Papa habla aquí a los sacerdotes y de los sacerdotes, pero no creo abusar si digo que señala una dimensión esencial de todo cristiano.
Nada tiene que ver esta compasión tan hondamente descrita con el relativismo o el sentimentalismo, sino con el amor que remueve las entrañas del propio Creador del universo frente a la peripecia del hombre, ese amor cuya única medida exacta es Jesús, el Verbo encarnado, clavado en una cruz. Los cristianos nacemos de ese gesto, y por eso no podemos retirarnos a nuestra ciudadela sino que debemos estar inmersos en la pasión de este mundo (en la soledad, el desconsuelo, la ignorancia de Dios, la rebeldía frente a su designio) para llevarlo hasta Él. Claro que el Papa advierte que esto sólo será posible si mantenemos el corazón fijo en Dios a través de la pertenencia obediente y sencilla a su Iglesia, pero conmueve el apremio que dirige en primer lugar a sus sacerdotes para que no se queden en el umbral, sino que entren de lleno en el pantano de la pasión de nuestro tiempo. Hace falta coraje, inteligencia, pero sobre todo un amor humilde y lleno de gratitud por lo que nos ha sucedido.
*Publicado en Páginas Digital