Hoy 2 de septiembre se cumplen 51 años del adiós de John Ronald Reuel Tolkien, el genio que, si cabe, vuelve a renacer este año con mayor fuerza no sólo por el aniversario de su fallecimiento, de su viaje a la eternidad, sino también por el reciente estreno de la segunda temporada de Los anillos de poder en Amazon Prime Video.

Objetivamente, es indiscutible la fuerza de su obra literaria, el poder de atracción de su relato, el magnetismo de sus personajes y, en los últimos años, su presencia mediática en redes sociales. Así, no es extraño el hecho de levantarse cualquier mañana y encontrar hashtags como #Tolkien, #LOTR (Lord of the Rings), #TheRingsOfPower (Los anillos de poder) o #Sauron entre las tendencias del momento en X, antes Twitter.

Por otro lado, hemos de reconocer que hace falta mucha imaginación y una gran capacidad intelectual para inventar un mundo creíble dentro del reino de la fantasía y, durante casi un siglo, resistir diversos embates de tiempos o, en la actualidad, modas ideológicas empeñadas en crear discordia, fracción o desacuerdo; en otras palabras, cursar invitaciones al Mal y sus agentes para que disfruten de los momentos de gloria que les otorga este infame presente.

Por este motivo, nobleza obliga, es justo volver a recordar a Tolkien como, en otro ámbito, el cine y los Oscars de Hollywood hicieron a principios de este siglo XXI cuando la trilogía de El Señor de los Anillos recogía 17 estatuillas después de la gran cantidad de nominaciones a las películas de Peter Jackson.

Tolkien fue capaz de crear esas corrientes favorables para llevarlas a buen puerto, como ese largo trayecto de los integrantes de la comunidad del anillo, en lo que ha significado un sinfín de elogios a la tradición literaria de su obra maestra, estandarte del género fantástico, de esa ficción con la que el escritor y el director cinematográfico han sido capaces de asombrar a millones y millones de personas con su impresionante pluma y sus asombrosas producciones, respectivamente.

Por otra parte, no podemos negar que, además de la unión de intelecto e intelectualidad, Tolkien supo sacar provecho de un gran dominio de otras lenguas. Como filólogo, licenciado por la Universidad de Oxford durante la trágica Gran Guerra, partía con ventaja, pero, también, había que ejecutar el plan con todos los ingredientes a su disposición. Él los tenía a pesar de la vileza y hostilidad que, por aquel entonces, asolaban al mundo en aquel frente francés del que lamentablemente fue testigo.

El entorno universitario de Leeds u Oxford, el empleo de diversos idiomas y, ya en 1937, la publicación de El Hobbit conformarían la base de un merecido reconocimiento mundial que ha logrado consolidarse durante décadas hasta el punto, como en el caso de Chesterton, de ver el nacimiento de diversas instituciones internacionales y contribuciones de académicos de prestigio dedicados a la difusión de la obra del de Bloemfontein, en la República del Estado Libre de Orange, donde nuestro protagonista había nacido un 3 de enero de 1892.

También, la excelencia de sus obras ha permitido convertirle en referente con icónicos ejemplos del clasicismo de las historias fantásticas cuyo techo llegaría –seguramente más tarde de lo merecido– con El Señor de los Anillos, preámbulo de la actual y moderna ficción fantástica.

Y si el lugar exacto del nacimiento de Tolkien es relevante, a pesar del olvido en aquellas tierras meridionales, por connotaciones de peso dentro de su ámbito familiar, resulta imperativo recordar su presencia en la Primera Guerra Mundial, como señalábamos anteriormente. Su papel como oficial, segundo teniente, de los Lancashire Fusiliers durante cuatro meses en el frente del Somme supondría, tal vez, uno de los momentos de mayor trascendencia a lo largo de sus días por las duras e inolvidables jornadas que, como legado y génesis del mito, quedarían reflejadas en el papel a través del sublime imaginario del escritor en la descripción de paisajes, camaradas, enemigos o la intensidad de los combates.

Recién casado y licenciado como filólogo, tanto en lo personal como en lo académico-literario, su experiencia en territorio francés marcaría un antes y un después por la crudeza de ese conflicto bélico y, sobre todo, por las dificultades de supervivencia en semejante escenario. El ejército británico bien lo sufrió en sus propias carnes después del calamitoso descalabro de una generación de jóvenes cuyas familias, en cuestión de meses, iban a sustituir la partida de hijos a "tierra de nadie" por coronas de flores gubernamentales depositadas sobre el jardín de sus casas. Así, también, ocurriría en muchos barrios de las grandes urbes inglesas como consecuencia de que en el mismo regimiento coincidían vecinos y conocidos de calles aledañas. Miles de padres vieron partir a sus hijos –muchos de ellos imberbes– hacia el continente y, según avanzaban los días, comenzaron a recibir ataúdes en el "mejor" de los casos. En el peor, los cuerpos habían desaparecido o habían sido enterrados en improvisados camposantos alejados de la tierra que les había visto partir.

De esta forma, ese retrato de los cruentos combates es uno de los impactantes regalos visuales de las cintas de Peter Jackson, como la capacidad de aunar épica y tragedia partiendo de las extensas descripciones en la narrativa de Tolkien.

Sin embargo, no todo ha de traducirse en aspectos negativos. Por ejemplo, la presencia de la esperanza, de la opción de la evasión, de la fe ciega en la victoria, de la oposición al Mal y su destrucción en base a un camino de lucha, esfuerzo y sacrificio, ese que, hoy, parece haberse olvidado por nuestra desidia, inacción y falta de convencimiento en el éxito.

En estas cinco décadas desde el adiós de Tolkien, nuestro mundo ha cambiado mucho; quizás, demasiado. Los síntomas de la severa decadencia de, por ejemplo, Occidente constituyen un hecho empezando, sin ir más lejos, por aquella modélica ciudad de Oxford que dio cobijo a la pervivencia del medievalismo, cultura y tradición, academicismo universitario y el cristianismo de alegría y cervezas de un grupo de eruditos con Tolkien y su amigo C.S. Lewis a la cabeza. 

Hoy, nuestro tiempo avanza sumiso, errático, vacío de valores y sometido por la inmediatez, la opresión, la disminución de libertades y las caprichosas e ideológicas decisiones de planes y agendas empeñadas en el señalamiento y la estigmatización de individuos que no comulgan con el pensamiento único.

El tiempo pasa como en aquellos días de esplendor en Oxford y, en este merecido tributo a la memoria de Tolkien, llega tu turno, en el protagonismo de este momento único y personal a la hora de decidir qué vas a hacer con el tiempo que se te ha dado. Cuando vengan mal dadas, cuando la deslealtad aparezca, cuando el camino te sea esquivo, cuando la luz se apague y las dificultades aumenten según intentes avanzar, entonces será el momento de recordar que, después de la oscuridad de todo anochecer, siempre habrá un amanecer.