Ya están constituidos prácticamente, tras las elecciones, los gobiernos nacional, autonómicos y locales. Es hora de ponerse a trabajar, a laborar por el bien común. También la Iglesia, en esta coyuntura, ofreciendo lo que le es propio, lo recibido como don, y que está destinado a todos para ofrecerlo a todos: el Evangelio, Jesucristo. Para la Iglesia el mejor servicio que puede y debe prestar y ofrecer a todos es evangelizar de nuevo, como en los primeros tiempos.

Para muchos, el ateísmo práctico es hoy la regla normal de la vida. Por algunos, se piensa que tal vez haya algo o alguien que en tiempos remotísimos dio un impulso inicial al mundo, pero ese ser no nos incumbe en absoluto. Si esa postura se convierte en la actitud general en la vida, la  libertad no tiene ya más parámetros, todo es posible y todo está permitido. Por supuesto, no se trata de un Dios que de alguna manera existe, sino de un Dios que nos comprende, que nos habla y que nos incumbe. Y que, después, será nuestro juez (Benedicto XVI, en Luz del mundo). Los hombres no podemos vivir a oscuras; Dios, Luz del mundo, es necesario para el hombre. Sin Él el hombre perece y carece de futuro.

Este es el gran problema de nuestro tiempo: el que está detrás de cuanto nos está aconteciendo y vivido como situación de crisis plurifacética y de quiebra moral y humana. Si hoy existe un problema de moralidad, de recomposición moral en la sociedad, deriva de la ausencia de Dios en nuestro pensamiento, en nuestra vida. Se ha dejado de creer que el hombre sea tan importante a los ojos de Dios y que tenga tal grandeza y dignidad –como en realidad la tiene–, que existe Dios que se ocupa de nosotros y con nosotros. Pensamos que cuanto hacemos sólo depende de nosotros, que las cosas que hacemos en definitiva son cosas nuestras, y que para Dios, si existe, no pueden tener demasiada importancia. Así, hemos decidido construirnos a nosotros mismos, construir o reconstruir el mundo y la sociedad sin contar realmente con la realidad de Dios. Pero si en nuestra vida de hoy y de mañana prescindimos de Dios y de la vida eterna que Él nos da, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor y dignidad. Y todo se vuelve al final manipulable y la consecuencia inevitable es la descomposición moral y la desintegración o descomposición social.

Lo que el Papa Benedicto XVI dijo, en más de una ocasión, a los católicos españoles es sencillamente que hemos de hacer presente en nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad la realidad del Dios vivo. Por esto la tarea fundamental de la Iglesia, en España, en Europa, en todo el mundo, «si realmente se quiere contribuir a la vida humana y a la humanización de la vida en este mundo, es la de hacer presente y por así decirlo, casi tangible, esta realidad de un Dios que vive, de un Dios que nos conoce y nos ama, en cuya mirada vivimos, un Dios que reconoce nuestra responsabilidad y de ella espera la respuesta de nuestro amor realizado y plasmado en nuestra vida de cada día». Por eso, en mis escritos, en mis comparecencias públicas o en privado he afirmado –y seguiré afirmando, si Dios quiere– que lo que está en juego, en estos momentos, por radical que parezca, es el hombre mismo.

Detrás de los hechos y situaciones que vivimos en estos momentos en España, la cuestión principal siempre es la misma: el hombre, inseparable de Dios. Promover, defender, proteger, posibilitar la realización de la grandeza, la verdad y la dignidad de todo hombre, estar al servicio de cada hombre, es siempre gran reto y desafío ineludible que siempre tenemos, que la Iglesia tiene especialmente, ella es inseparable del hombre, participa del anhelo profundo del ser humano y ella misma se pone en camino, acompañando al hombre que ansía plenitud y dicha; siempre resuena la voz de Dios que dice: ¿dónde está tu hermano?;¿dónde está el hombre?

Esto quiere decir que una sociedad vertebrada y armada para afrontar el futuro reclama asentarse y fundamentarse en unos valores fundamentales insoslayables sin los cuales no habrá una sociedad en convivencia y vertebrada o se pondría en un serio peligro. La sociedad necesita de una base antropológica adecuada. La sociedad en convivencia, vertebrada y con futuro es posible sobre la base de una recta concepción de la persona humana, del hombre. Es principio básico de una sociedad en convivencia y vertebrada el que ‘todo hombre es un hombre’. La sociedad, para crecer como una sociedad vertebrada y con capacidad de futuro, superando las crisis en que se vea inmersa, necesita una ética, unos principios morales indeclinables, que se fundamentan en la verdad del hombre y reclama el concepto mismo de persona como sujeto trascendente de derechos fundamentales. La razón y la experiencia muestran que la idea de un mero consenso social que desconozca la verdad objetiva fundamental acerca del hombre y de su destino trascendente, es insuficiente como base para un orden social honrado y justo, incluso para el orden ecológico necesario para la supervivencia humana; sin esto, tarde o temprano –más bien temprano– la sociedad se desmorona y desarticula y el mundo se aboca a una catástrofe global.

Desde aquí deseo y pido que los gobiernos que se constituyan y todas las fuerzas políticas, ocupen el lugar que ocupen, se pongan absolutamente al servicio del hombre, de los hombres, de los más pobres. Sólo así habrá una sociedad libre de hombres y mujeres libres y con su dignidad inviolable reconocida, basada en la vedad que nos hace libres y se realiza en el amor; sólo así habrá una sociedad próspera, en convivencia, en paz, humana. La garantía de todo esto es que se respete la libertad religiosa, la fe de los que creen en Dios. Ahí habrá diálogo y colaboración sin duda alguna con la Iglesia católica, sin límites, por parte de la Iglesia, que debe ser respetada.

Publicado en La Razón el 19 de junio de 2019.