La moderna pedagogía ha introducido métodos perfectamente imbéciles. Quizá uno de los más perniciosos haya consistido en retrasar hasta edades muy avanzadas el acceso a la lectura y la escritura; un retraso que, amén de limitar la curiosidad de los niños que empiezan a descubrir el mundo, enrarece su trato con el idioma y, a la larga, limita sus posibilidades cognitivas. Sobre todo si, como lleva haciéndose desde hace algún tiempo, el aprendizaje de la caligrafía se abrevia al máximo, mediante la introducción de ordenadores y otros instrumentos electrónicos en la escuela.
Yo aprendí a leer a una edad de la que apenas guardo recuerdos conscientes. Me enseñó mi abuelo, cuando ni siquiera había cumplido los tres años, en unas cartillas antañonas rescatadas del comercio que había regentado, allá en su pueblo, hasta jubilarse. No creo exagerar si afirmo que mi vocación literaria (o al menos mi fascinación siempre renovada por las palabras) se fraguó entonces. Fue esta convivencia tan temprana con la lectura lo que transformó por completo mi relación con el mundo. Recuerdo que esta precocidad espantaba a muchos de mis familiares, que acusaban a mi abuelo de haberme iniciado en una disciplina demasiado exigente para mi tierna edad. Nunca entendí aquel motivo de escándalo: al acceder al paraíso ignoto de la palabra cuando se estaba despertando mi curiosidad, pude disfrutar de experiencias gratificantes que a otros niños les estaban vedadas. Así, el lenguaje se convirtió para mí en una posesión grata, siempre en expansión, siempre renovada e inabarcable. Treinta y tantos años después, puedo afirmar que esa posesión nunca consumada del todo sigue incitándome con nuevos descubrimientos. El lenguaje es la música que nos habita, el estribillo que pone ritmo a nuestra respiración. Una vida sin acceso pleno al lenguaje es una vida sin música, una vida sorda y por lo tanto cercenada.
Hoy, por lo que he podido constatar, en las escuelas no se enseña a leer a los niños hasta que no han cumplido los cinco años, o incluso más allá. Los planes educativos han decidido establecer que los cinco años es una edad demasiado temprana para acceder a ese tesoro de deslumbramientos constantes. Craso error. Cuando a los cinco años no se sabe leer, es previsible que a los diez no se sabrá escribir sin faltas de ortografía; y que a los quince no se sabrá desentrañar el significado de un texto mínimamente complejo. Y esta tendencia sospecho que se intensificará, dada la omnipresencia de una tecnología que nos aparta de la lectura y la escritura. Se está reprimiendo una facultad natural en el ser humano; y cuando las facultades naturales se reprimen, no debe extrañarnos que disminuya nuestra capacidad de comprensión.
Nos quejamos con frecuencia de que nuestros jóvenes hayan desertado de la lectura; y gastamos ingentes fondos públicos en potenciar los hábitos lectores. ¿No resultaría todo mucho más sencillo si aceptásemos de una vez por todas que los verdaderos lectores sólo existen cuando la lectura se convierte en la primera forma de aproximación a la realidad que los rodea? Si obligáramos a nuestros hijos a permanecer con los ojos vendados hasta los cinco años, lo más normal sería que, una vez removida la venda de sus ojos, mostraran síntomas de fotofobia. Si los mantuviéramos aislados, lo más normal sería que después padecieran misantropía. Del mismo modo, cuando se les hurtan las delicias de la lectura, es natural que crezcan ajenos a su disfrute. Pero afirmar semejante verdad de Perogrullo te convierte inmediatamente en enemigo de la moderna pedagogía.
Llamadme, pues, antimoderno. Yo más bien me considero adversario de la mentecatez y la estulticia. Si a los tres años se empezasen a enseñar los rudimentos de la lectura y la escritura, quizá se podría evitar que nuestros hijos se convirtiesen en analfabetos funcionales. Por supuesto, no sería la panacea universal que aniquilase esta calamidad educativa (son muchos los elementos que conspiran para alejar a nuestros jóvenes de la letra impresa); pero siquiera salvaríamos los primeros escollos. La moderna pedagogía dispone de formidables instrumentos para extender su reinado de sombra; quizá el más eficaz consista en inocularnos la creencia demencial de que, si nos atrevemos a exigir una educación que no reprima las facultades naturales del niño, estamos en realidad abogando por una educación represora y asfixiante. Y, mientras nadie se atreva a denunciar la desnudez del rey, nuestros hijos seguirán condenados a la intemperie, sin una mala letra que los cobije del frío exterior.
Publicado en XL Semanal.