Una mezcla de preocupación y agotamiento atenazan mi espíritu cuando percibo las luchas cainitas que existen dentro de la Iglesia. ¿Qué quieren que les diga? No pienso dar nombres, ni aludir a instituciones, movimientos, asociaciones ni personas. No pienso hacerlo, pero que cada cual que recoja su vela. Y yo la mía, claro.
Yo no soy, como muchos articulistas de este medio, ni sacerdote ni obispo. Soy un laico comprometido con la Iglesia, un docente y escritor que intenta no solo proveerse un buen sustento, sino poner sus dones al servicio de Dios. Con toda la honestidad que puedo. Mis opiniones no sientan cátedra, ni son un irrefutable diagnóstico de la realidad. Sin embargo, están preñadas del sentir de una gran parte del pueblo de la Iglesia, que asiste desorientado al devenir de nuestra gran familia. Sobre todo en España.
¿Qué está sucediendo con nuestra Iglesia? No dejo de asistir a foros cristianos que desenfundan el hacha de guerra bajo el estandarte de un Jesús de Nazaret demagógico, intentando disfrazarlo de aquellas ideas que intentan transmitir. Foros en los que no se nombra, no se señala, pero se vislumbra atisbos de una rebeldía muy peligrosa en los tiempos de hostigamiento en que vivimos. Es gente honesta, comprometida, fecunda de valores e ideales que nutren a la Iglesia con una savia de la que no es posible prescindir. Sin embargo, caen en tópicos fáciles, en cándidas afirmaciones que deslegitiman las opiniones autorizadas de la Iglesia, opiniones que buscan el bien común, el bien de la persona, apuntando a la verdad. Una verdad que puede tener matices, pero que no acepta relativismos. Esos relativismos que son una de las infecciones de nuestro mundo de hoy, que se propaga con toda la virulencia esperada de nuestra tan temida Gripe A.
Bajo mi punto de vista, la situación política actual influye mucho en este aspecto. La política está emponzoñando el seno de la Iglesia, en un vaivén de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. La historia reciente de España muchas veces enrarece las percepciones que tiene la ciudadanía de la Iglesia. Esto es un hecho, y no podemos ser ajenos a ello. Y este emponzoñamiento fluye a través de los medios de comunicación, y los medios de comunicación son un feudo hostil – no digamos anticlerical -, y así, los medios de masas acaban influyendo en nuestro pueblo de Dios. Esto también es un hecho. Y muy importante.
El Vaticano, las conferencias episcopales, los obispos, ¿ignoran esto? Me consta que no. De hecho, sé positivamente que es una de las preocupaciones más prioritarias que tienen. Son conscientes de la necesidad de una presencia fructífera en los medios de comunicación. Sin ir más lejos, la Iglesia cuenta con la convocatoria anual de la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Sin embargo, dicho todo esto, muchas veces algunos laicos, religiosos, fieles de vida consagrada, nos preguntamos por qué algunas autoridades eclesiásticas a veces se comportan con tanta inocencia.
Nuestros pastores deben saber que el pueblo de hoy, que es al que deben evangelizar – no a otro -, es un pueblo no solo mediatizado y manipulado, sino poco formado y que se mueve a golpes de impulsos emotivos. La Iglesia de hoy necesita de grandes comunicadores que sepan de marketing, que sepan envolver la realidad con un celofán que en otros tiempos sería superfluo, pero que hoy es imprescindible. Ignorar esto es una ingenuidad. No se trata de rebajar el Evangelio, se trata de saberlo transmitir. Quien no entienda esto, hoy falla en la transmisión de la fe.
Es por esto que muchas veces nos duelen y desconciertan algunas declaraciones, comunicados y posturas. ¿Es que acaso algunos no saben cómo van a ser afiladas en los medios? ¿Es que acaso no saben cómo van a ser manipuladas? Hay que estar muy atentos a esto, porque en esto nos jugamos la batalla de la fe. En esto, y en saber transmitir el Evangelio.
Desde mi humilde opinión, ya habiendo apuntado el daño que hacen las luchas cainitas, los comentarios clandestinos, las declaraciones malintencionadas y la falta de unidad, dicho esto, debo decir algo que siente un buen número del pueblo de Dios: la Iglesia necesita un cambio. Y este cambio apunta a muchas cosas, entre otras, a advertir la realidad. Pero sobre todo, apunta a un nuevo lenguaje, a la aceptación de que, como sucedió en el siglo I, el mundo de los gentiles necesita de una predicación diferente, adaptada a las necesidades de su mundo. Entre otras cosas, por esto nuestros evangelios fueron redactados en griego y no hebreo.
Pienso en lo que quiero a la Iglesia, en lo que admiro a tantos sacerdotes y a obispos, en la importancia de la figura pastoral de nuestro Papa, líder indiscutible a nivel mundial, pero también creo que la Iglesia jerárquica – en general – está demasiado alejada del pueblo. Y esta lejanía corre el riesgo de convertirse en un abismo si no hay un consenso a la hora de adoptar las futuras líneas de evangelización. Líneas que creo que deben apuntar al marketing, a un nuevo lenguaje y la esencia de nuestro Evangelio: la sencillez.
Esta reflexión está en el seno de nuestra Iglesia, y si queremos avanzar hacia el futuro, no podemos obviarla. Los pastores necesitan de nuestra perspectiva, de nuestra mirada ad gentes para guiarnos hacia un nuevo porvenir. Pero siempre desde el respeto y la aceptación de la unidad y de la armonía.