El Papa Francisco acaba de aceptar la renuncia del cardenal o depredador emérito McCarrick, que no era, como pretenden los medios de adoctrinamiento de masas, un «pedófilo», sino un sodomita todoterreno que, de vez en cuando, lanzaba también sus garras a menores.
La Iglesia, si en verdad desea atajar la plaga que la infesta, debería empezar por no dejarse acunar por las consignas mundanas, que a la vez que lanzan su anatema contra la pederastia exaltan modelos de vida que constituyen su vivero natural.
Un amigo psiquiatra que ha tenido que prestar sus servicios en diversas causas eclesiásticas vergonzosas me contaba que en los seminarios de muchas diócesis estadounidenses no se admitió durante décadas a ningún postulante que no probara sus querencias socráticas; y que todo seminarista en quien se detectaban virtudes varoniles era de inmediato expulsado.
Si la Iglesia desea en verdad limpiar sus establos de Augias y también rebelarse contra el destino que el mundo le ha asignado (desleírse como un azucarillo en la irrelevancia, a la vez que los escándalos la convierten hoy en diana de todos los vituperios y tal vez mañana en carne de persecución, si no se resigna a un papel de lacayuela acomodaticia que se tolera con tal de que atiborre a los católicos de sal sosa), tiene que reunir el valor suficiente para afrontar el problema hasta sus últimas consecuencias, sabiendo que la pederastia no es la raíz del problema, sino el corolario natural de algo que el mundo exalta y festeja orgullosamente.
Por supuesto, no tiene por qué hacerlo al modo expeditivo del joven Papa de Sorrentino, sino que debe actuar con extrema cautela, recurriendo incluso a la disciplina del arcano, recordando que tiene la obligación (por encomienda divina) de ser astuta como serpiente.
No se puede seguir encubriendo a depredadores como McCarrick; pero tampoco se puede poner en la picota a inocentes como los sacerdotes granadinos del caso Romanones, acusados por un loquito o saco de pus a quien el Papa concedió insensatamente crédito y publicidad.
Aquellos sacerdotes calumniados fueron suspendidos de su ministerio; fueron escarnecidos y arrastrados por el fango por el periodismo carroñero (que, a la vez, aplaudía taimadamente al Papa); fueron increpados y hostigados por la chusma, hasta que sus vidas se convirtieron en un infierno. Ahora el Papa acaba de recibirlos, para pedirles perdón humildemente. Se agradece enormemente que el Papa pida perdón por un error tan grueso; pero mucho más se agradecería aún que el Papa actuase prudentemente con aquellos cuatro componentes de la virtud de la prudencia que detallaba Aristóteles: rectitud o recta ordenación de la voluntad hacia el Fin Último de sus actos; perspicacia o penetración de los fines intermedios; maña en el conocimiento de los medios, y tacto o conocimiento de las circunstancias, así como discreción y tino en su análisis.
Tal vez en esto la Iglesia podría también aprender del joven Papa de Sorrentino y empezar por renegar (¡siquiera un poquito!) de la obsesión mediática que la ha convertido en un circo (con frecuencia circo de los horrores, casi siempre circo de las banalidades y el macaneo) cuyo repertorio hastía y a nadie atrae ni interpela, por su adhesión sonrojante e inane a los paradigmas culturales del mundo.
La Iglesia no debe olvidar que ha sido enviada «como oveja en medio de lobos»; y debe empezar por evitar la compañía de lobos que sólo desean tergiversar sus palabras, o bien sobornarla con halagos taimados, para que sus palabras acaben acomodándose al discurso mundano. Por ejemplo, combatiendo desnortadamente la pederastia que la infesta sin discernir su verdadera causa, por no atreverse a juzgar los usos del mundo.
Publicado en ABC