En este final de tiempo de sosiego y recuperación de energías, he tenido ocasión de asomarme y gozar con la lectura de un gran libro sobre los conventos y monasterios valencianos, y hasta me he atrevido hacer una presentación del mismo. No he podido desprenderme, al acercarme a este gran y recomendable libro, de mi experiencia y recuerdo de un convento-monasterio del siglo XIII, que los que me conocen bien saben que me refiero al de monjas cistercienses de Buenafuente del Sistal. Desde 1977 me he retirado allí, como dice el Evangelio, a escuchar con calma al Señor, que enseña y muestra sin prisas el Evangelio vivo. He acudido a este lugar, de Buenafuente, de monjas del Císter, a este lugar sencillo pero rico en bendición de Dios, como acudo a otros monasterios siempre que me lo permitan mis ocupaciones, invocando el auxilio que tanto necesito para ser el pastor conforme al corazón de Dios que la Iglesia necesita y Él quiere que sea. Este monasterio, todos los monasterios son lugares santos, lugares de encuentro con Dios, de soledad sonora, donde en el silencio y con sosiego se escucha a Dios y en cuya soledad se palpa su presencia que todo lo llena.

Desde aquí, además, en el retiro del lugar, uno no se aparta de los hombres, sino que los siente más próximos, se experimenta a sí mismo como zambullido en la profundidad de nuestro mundo donde ellos viven, aman y sufren; aquí se viven con mayor intensidad y densidad los gozos y las esperanzas, las alegrías y tristezas, y llegan hasta el corazón atento que escucha ese clamor. Desde este lugar no se puede ser de otra manera que ser oyente de la palabra y esto se ve apoyado aquí, en Buenafuente y en otros monasterios, aún más si cabe, cuando se contempla al Cristo románico del siglo XIII de la capilla tan traspasado y llagado, tan desfigurado en su pasión, que es la de los hombres, o se contempla en otras imágenes similares en los claustros monásticos, también los sufrimientos de Cristo y los de hoy que, como Él, andan heridos y maltratados, sometidos e indefensos ante los cálculos y la violencia humana y ante el poder que, sin piedad, pasa de largo de su miseria.

En conventos y monasterios de vida contemplativa se vive con especial intensidad estar con el Señor, que vino a servir y no a ser servido, Dios con nosotros, tan unido a nuestra humanidad sufriente y humillada; estar con Él y «verle» en su humanidad llagada y crucificada. Ante esos Cristos de las iglesias o claustros monásticos, ante ese Cristo despojado de todo, humillado, rebajado hasta una muerte tan vejatoria como la de la cruz, con el corazón traspasado y rostro doliente y desfigurado de hombre, en toda la densidad de su humanidad, que es la nuestra, se entra dentro del misterio de Dios y del hombre: esto es, la pasión inimaginable de Dios, crucificado, enajenado, despojado de sí por amor al hombre, rebajado y anonadado, por el hombre, también crucificado y privado de todo, que lo da todo, hasta su Madre, entregado enteramente para que el hombre viva, para levantar y no hundir ni condenar al hombre, para exaltarlo aunque los otros lo desprecien y lo aniquilen.

Es el SÍ más grande, más total, más comprometido que se ha pronunciado en toda la historia por el hombre caído, lleno de dolores, torturado. Esta es la gran verdad, la realidad más real y más firme: Dios quiere al hombre hasta un extremo que ni siquiera se podría imaginar por la mente humana, si Él no nos lo hubiese dado a conocer y «palpar», y qué grande es ser hombre así amado.

En los monasterios leemos páginas y páginas de la historia, en la que están nuestras raíces más propias, la verdadera memoria histórica de lo que somos, inseparable de Dios, en ellas tenemos las experiencias y las cotas más altas de humanidad de nuestro pueblo, ahí podemos entrar en ese espacio sagrado en el que se vive sólo para Dios que es nuestro destino y vocación, en el que se entra en el reino de los cielos, o mejor en el que el cielo abre sus puertas a la tierra.

Con tantas noticias que nos llegan de violación de derechos humanos, los monasterios nos recuerdan que Dios escucha y acoge el clamor del justo Abel eliminado violentamente por el fratricida Caín y sigue preguntándonos, como a Caín: ¿dónde está tu hermano? ¿Dónde respondemos que está ese hermano masacrado de tantas formas en tantos lugares?

En Buenafuente del Sistal y en otros conventos y monasterios se oye la voz de Dios que clama por los pobres, porque aquí sencillamente se oye a Dios, a quien tantísimo necesitamos, entre otras cosas, para recuperar la humanidad perdida. Quien se acerca a estos lugares sabe que no pierde el tiempo, sino que lo gana, como gana en vida y en todo, menos en dinero y poder. Los conventos y monasterios no son inútiles: los necesitamos.

Publicado en La Razón el 30 de agosto de 2018.