Me he enterado a toro pasado (pasadísimo, en realidad) que un artículo mío, en el que osé denostar una serie televisiva sobre la catástrofe de Chernóbil, provocó gran revuelo en las letrinas tuiteras. Resulta, en verdad, irrisorio (y muy expresivo del nivel de parvulario imperante) que la opinión que uno tenga sobre una puñetera serie agite tal cantidad de gente encabronada que reacciona como si hubiesen hecho escarnio de sus madres; prueba inequívoca de que, a medida que a los hombres se los priva de causas nobles que defender, acaban dedicando todos sus afanes a las causas nimias que los mantienen en ese estado de «felicidad infantil» al que se refería el Gran Inquisidor de Dostoievski. Pero ya sabíamos que las redes sociales son una mezcla de vomitorio y patíbulo donde la gente gregaria disfruta una barbaridad.
Queríamos hoy, sin embargo, discurrir sobre otro asunto. En aquel artículo señalaba que, bajo sus ínfulas naturalistas, la serie sobre Chernóbil, más bien, recreaba la imagen tópica que sobre la Unión Soviética se ha consolidado en el imaginario occidental; y que esa imagen tópica se extendía a los personajes, a los que se presentaba con una facha realmente horrenda y con una vida personal lastimosa: personajes solitarios, sombríos, depresivos, aplastados por una pena cósmica, sin familia, sin amigos, sin alegrías compartidas, sin más horizontes que la soledad y la angustia. Esta observación animó a muchos tuiteros zoquetes a tacharme de comunista, atribución en verdad delirante que casi me ha hecho tanta gracia como otra reciente en la que –otros zoquetes tuiteros, o tal vez los mismos– me tachaban de independentista. Pero esta atribución me invita a reflexionar sobre la incapacidad constitutiva de los fanáticos para entender la naturaleza del arte y para distinguirlo de la burda propaganda.
He observado que muchas series –concebidas como poderosos vehículos de infiltración ideológica, bajo un envoltorio de entretenimiento de masas– ofrecen imágenes tópicas sobre aquellas épocas recientes que la ‘sensibilidad’ hegemónica presenta como antítesis infernal al paraíso de rechupete que hoy disfrutamos. Ocurre lo mismo con la imagen que las series yanquis ofrecen de la Rusia soviética y con la imagen que las series autóctonas ofrecen de la España franquista, donde el feísmo y la pobretería campean por doquier. Pero, no contentas con estas concesiones al tópico en la recreación de épocas o coyunturas políticas recientes, estas series ofrecen infaliblemente una galería de personajes estereotipados, profundísimamente infelices, humillados, cabizbajos, a quienes pastorean el militarote tiránico, el burócrata con vocación de comisario político, el cura rijoso, etcétera. No dudo que en la Rusia soviética o en la España franquista hubiese gente profundísimamente infeliz pastoreada por personajes grimosos (no lo dudo, sobre todo, porque lo mismo ocurre en nuestras opíparas democracias). Pero lo cierto es que en la Rusia soviética, como en la España franquista, también había gente que se enamoraba y formaba una familia y jugaba con sus hijos y se juntaba con los amigos en bailes y verbenas, donde cantaba y reía; y, si bebía, no siempre era para olvidar que estaba triste, sino también para recordar que estaba contenta. Y a veces, ¡oh sorpresa!, esa gente era pastoreada por curas abnegados o militares honrados o funcionarios cordiales que podían ser al mismo tiempo partidarios del régimen político vigente. Y, a veces, su adhesión al régimen político vigente les causaba ciertos conflictos morales que trataban de solventar como podían; y otras veces no se los causaba en absoluto. Y sobre este variado panorama trabaja el arte que aspira a alumbrar el misterio humano; mientras que la propaganda sistémica trabaja en la confección de imágenes tópicas de aquellas épocas que pretende anatemizar, y las puebla con personajes unidimensionales, torvos (si se cuentan entre los que mandan) o humillados (si se cuentan entre los que obedecen), como ánimas en pena perseguidas por una fatalidad de la que no pueden desasirse.
La misión del arte es provocar perplejidades y hacer temblar los cimientos sobre los que se asientan nuestros prejuicios, para lo que necesita comprender a sus criaturas en su infinita complejidad. La misión de la propaganda es alimentar a las masas con una ración de pienso ideológico, para lo que necesita ‘construir’ estereotipos que instalen en el imaginario colectivo los paradigmas sistémicos convenientes en cada época. Sospecho que, para señalar una evidencia tan descomunal, no hace falta ser un comunista; sospecho también que, para no reparar en ella, hace falta ser un fanático.
Publicado en XL Semanal.