Cuando tenía 10 años mi padre llego una hora tarde a recogerme al colegio. El sentido común dictaba sentencia: vendrá. El tiempo pasaba y crecía la incertidumbre. Enfrente, tres parecían las alternativas más plausibles. La resignación seguida del enfado, la evasión en forma de distracción, o la desesperación de intentar llegar a casa por mi propio pie. Sin móvil, sin señales, sólo una certeza, el amor de mi padre a lo largo de los años. Pero ¿qué es la certeza ante la incomodidad de un frío húmedo y un solitario y eterno anochecer? Esperar era lo más sensato.
Esperar es difícil. No es agradable. La experiencia de la espera del padre nos puede arrojar luz sobre la actitud del católico en la actualidad ante un mundo post-cristiano y una Iglesia que se mueve en arenas movedizas.
El cristiano del siglo XX vivió el paulatino y continuo distanciamiento entre la cultura y sociedad de su tiempo y la Iglesia y sus postulados. Separación que hoy ya podemos llamar divorcio. Hasta hace relativamente poco, la sensación del parroquiano era que, en paralelo a este largo, lento y doloroso proceso, había una Iglesia y una jerarquía sólidas y unidas. Los Papas eran valientes y santos, y los cimientos de la fe eran firmes y contestados de forma anecdótica.
Mientras tanto, en 1970, el obispo de Múnich, Ratzinger, profetizaba que “un acontecimiento de gran importancia ha comenzado: la Iglesia se apaga en las almas y se disgrega en las comunidades”. Años más tarde descubriríamos con horror la podredumbre y los escándalos de esta época.
De aquellos polvos, estos lodos. A la sazón, hoy el católico puede vivir en un estado de confusión, ansiedad, e incluso miedo a lo desconocido. Estados nada agradables, ante los cuales podemos sucumbir ante dos tentaciones.
La primera tentación es querer “ser de este mundo”. Adaptarse y cambiar, para evitar la marginación. El problema del cambio es cuando se superan los límites de la audacia, para pervertir el mensaje de Cristo. A modo de ejemplo, la predicación de posturas que bordean la apostasía o la celebración de misas que se privan de la belleza sacra forjada a través de siglos de tradición e inspiración divina. Decía Chesterton al respecto: “Si el mundo se hace demasiado mundano, la Iglesia lo reprenderá; pero si la Iglesia se hace demasiada mundana, el mundo no podrá reprenderla por su mundanidad". O, como diría el propio Cristo, “si la sal pierde el sabor ¿quién la salará?”. A los que nieguen esta tentación, recordar que el propio Jesús se dirige así a sus seguidores: “El mundo los ha odiado, porque no son del mundo”.
La caída en esta tentación de no pocos ha abierto un periodo de confusión y oscuridad. El zarandeo de la barca de Pedro lleva a una gran parte del pueblo cristiano a buscar el puerto rápido, en forma de respuestas fuertes y expeditivas. Algunos silencios romanos, el barullo de parte del purpurado y la tibieza de parte del clero y una parte significativa del pueblo pueden llevar a no pocos a buscar marcos más sólidos a cualquier precio. Y no pocas veces fuera de la Iglesia. En este sentido, nada parece indicar que no se pueda criticar al Papa. Pero sí que podemos afirmar que la crítica debe ser cuidadosa, respetuosa y fiel. Cautela ante cualquier ataque, recordemos que Jesús instituye la Iglesia junto a su cabeza mientras dice “las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”. Sobre esta tentación, no puedo evitar pensar lo que me decía un amigo, la diferencia entre el hereje y el santo es la humildad.
En realidad, ambas tentaciones responden a un temor legítimo: la incertidumbre. La incertidumbre que nos lleva como ratón acorralado a buscar respuesta aquí y ahora. Por un lado, renunciar a las verdades de la Iglesia para evitar la incertidumbre de la soledad. Por otro lado, afirmar que el Papa es un hereje, para sortear la incertidumbre de la falta de respuestas.
Algunos apologistas como Matt Fradd hablan de volver aprender a “vivir en tensión”, teólogos como Scott Hahn piden recuperar la idea de que estamos en un exilio de camino a casa. Personalmente, prefiero reivindicar la paciencia como virtud. Kant decía que la paciencia es la fortaleza de los débiles. En el Evangelio está repleto de menciones y reivindicaciones de la paciencia. Es más, ¿acaso no es la Virgen una constante de silenciosa y confiada paciencia en todos los capítulos de su vida? Las palabras del cardenal Aveline de Marsella resuenan profundamente en este contexto: “La esperanza del cristiano descansa en que leemos la historia conociendo de antemano su final, la vuelta de Cristo”. En ello se basa nuestra fe y descansa nuestra paciencia.
Reflexionando sobre mi infancia, cuando esperaba a mi padre, veo un paralelismo con nuestra vida espiritual. Como en aquel entonces, y de hecho, como ha sido a lo largo de la historia cristiana, nos encontramos en una espera incómoda y angustiosa. Santa Teresa de Ávila diría: “Una mala noche en una mala posada”. Sin embargo, nuestra actitud no puede ser la propia de un niño mimado basada en la inmediatez física, sino la humilde paciencia basada en la llegada de un Dios que es amor y que trama por nuestra redención.