Recuerdo que una vez me dijeron que John Henry Newman hizo una perfecta definición del caballero: alguien incapaz de causar daño a otro. Busqué enseguida el texto con los rasgos de caballerosidad: el hombre que evita enfrentarse por las opiniones, el que hace que todos se sientan como en casa, uno a quien no le pesan los favores, alguien prudente e indulgente… Las citas proceden de una conferencia de Newman, en 1852, sobre lo que debía de ser una futura universidad católica en Irlanda. Pero el conferenciante no se conformaba con que los alumnos se limitaran a adquirir los hábitos de un caballero. Antes bien, Newman estaba en contra de todo utilitarismo.
Locke pretendía reprimir la inspiración poética y el estudio de las lenguas clásicas por no aportar nada al bienestar material de una nación. En cambio, Newman defiende que el conocimiento por sí solo no hace mejor al hombre. Unos instrumentos delicados como el conocimiento y la razón humana no resisten a los gigantes de la pasión y el orgullo. Es precisa una educación integral en la que el intelecto razone bien en todos los temas, para que tienda hacia la verdad y la asimile. No bastará con la Ética a Nicómaco de Aristóteles, una lectura favorita de Newman. Ni siquiera el estoicismo de Séneca frenó la tiranía imperial. El ideal educativo del futuro cardenal enlaza con el de los padres de la Iglesia, un saber universal que confluye en Cristo, la plenitud de todo.
El mero saber profundo no constituye una garantía ni de una recta conciencia de la santidad. La caballerosidad nunca puede sustituir a la religión. Las buenas cualidades no hacen al católico, aunque sería bueno que los católicos las tuvieran. Las virtudes humanas son un adecuado complemento de las virtudes sobrenaturales. No cabe separar la religión de la vida. Por eso en uno de sus sermones, Newman recuerda a los promotores de la universidad que no se limiten a criticar los defectos de Oxford y Cambridge. También deberían fijarse en sus virtudes.
Publicado en Alfa y Omega.