Europa vive, posiblemente, sus horas más difíciles desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Los combates se recrudecen en territorio ucraniano, mientras en el resto del continente se extiende un manto de desasosiego y desesperanza entre la población. Sesudos analistas despliegan estos días por los medios de comunicación baterías de razones de por qué empezó la guerra y de cuándo piensa terminar. A mí, en cambio, me llama más la atención una noticia que he leído en un periódico de tirada nacional.
Según una encuesta reciente, solo el 21% de los españoles estaría dispuesto a luchar por su país. Les confesaré que siempre que hay un estudio, de cualquier tipo, me coloco inconscientemente en el porcentaje de la población que sale más favorecido. Pero, en este caso, no me queda otra opción que reconocer estar entre el 79% restante. ¿Lucharía yo por mi país?, me pregunto al leer la noticia. Así en frío, tendría que pensarlo, puede que no me venga del todo bien en este momento, igual más adelante, lo vamos viendo, me digo.
Sigo meditando la encuesta, intentando meterme en la piel del ucraniano que un día está en casa, tan tranquilo, jugando al Fortnite y al día siguiente tiene que empuñar un arma para matar. Empiezo a pensar que mi primera respuesta ha sido un tanto egoísta y carente de toda caridad cristiana, altruismo pagano y patriotismo mediopensionista. Pasan unos segundos y, entonces, sin saber muy bien por qué, decido darle la vuelta a mi argumentación: ¿y si la generosidad "absoluta" en realidad no existiera?, ¿y si detrás de todo lo que hacemos en la vida está siempre nuestro propio interés? Si lo desean, pueden dejar de leerme, están a tiempo.
Instinto de felicidad
Siempre soñé con haber nacido budista para, a continuación, poder reencarnarme en un judío ortodoxo, de los que llevan esos simpáticos tirabuzones. Hay días, incluso, que me imagino estar en una abarrotada yeshivá de Jerusalén, abrazado a un atril repleto de mamotretos, discutiendo hasta llegar al absurdo con mi hermano Mordejai. Lo reconozco, me maravilla la capacidad de discusión que tienen desde niños los judíos, y que los ha convertido en los más brillantes abogados y periodistas del mundo. "Donde hay dos judíos, hay tres opiniones", dice el refrán.
Desde esa misma actitud vital de buscarle a todo los tres pies al gato, escudriño en mi interior la mejor respuesta posible a un futurible, Dios no lo quiera, reclutamiento militar, y me embarco en un planteamiento cuanto menos, excéntrico. ¿Y si, en verdad, el ser humano solo estuviera dispuesto a luchar por su propio interés y no por su país? ¿Y si el 21% de la dichosa encuesta fuera puro postureo? Por un momento, me parece este un planteamiento peligroso, pero decido seguir por ahí, aún arriesgándome a no llegar a ningún camino mínimamente transitable para la razón. Si en algún punto debo retroceder, se retrocede, no pasa nada, pienso.
Y entonces, una tormenta de ideas, que dirían los cursis, sacude mi cabeza. Me acuerdo de Wilde, y su magnífica obra De Profundis, donde, para el escritor irlandés, el joven rico del Evangelio no necesitaba vender sus riquezas por una muestra de generosidad con el resto de la humanidad sino, únicamente, porque estaba en juego su propia salvación. Recuerdo, también, a la Madre Teresa. Me la imagino limpiando la herida más putrefacta, en el slum más miserable de Calcuta. ¿Hacer semejante asquerosidad sin buscar su propia felicidad? ¿No estaba obteniendo en ese mismo instante toda su recompensa? Pienso en todos aquellos misioneros que se meten en los agujeros más lúgubres de la tierra, y me planteo, si ese amor inabarcable no les compensara, ¿lo seguirían haciendo?
Me pregunto si la entrega generosa de un ser humano debe quedar excluida del propio yo, de nuestra insustituible humanidad. ¿Y la entrega a Dios? No es, precisamente, en el momento en el que el hombre se siente recompensado por Su cercanía cuando decide entregarse a Él. No sabría decir por qué, pero me acuerdo en este momento de Adam Smith y de su mano invisible. ¿No son acaso esas egoístas ansias de felicidad nuestro verdadero instinto de supervivencia? ¿No es ese intransferible deseo de ser felices el que nos obliga a darnos por completo a los que nos rodean? ¿No está inserto en nuestro propio interés el tener que ver felices a los demás? ¿Para alcanzar mi propia felicidad no necesito la felicidad de mi familia, de mi patria o de mi Dios?
Es cierto que, hoy en día, conceptos como interés propio o recompensa, fruto de la sociedad profundamente individualista en la que vivimos, puede que estén totalmente desacreditados, y máxime si se aplican para elogiar comportamientos tan elevados como el de la generosidad. Pero ya se lo advertí, estimados lectores, dije que si me metía en un jardín del que no podía salir estaría dispuesto a retroceder. Ustedes dirán. Eso sí, por ahora sigo prefiriendo el orgullo inmenso de ese padre feliz que mira emocionado a su hijo triunfar a tener que verme convertido en una especie de fría máquina expendedora de todo tipo de galletitas sin sal.