Siempre es necesario orar, pero vivimos unos momentos y estamos ante tales necesidades que es preciso orar más.
¿Quién no se conmueve y ora ante la tragedia del incendio en Grecia o ante la ruptura de una presa en Laos con tanta destrucción y muerte? ¿Quién no se arrodilla ante Dios invocando su ayuda al contemplar y ver lo que sigue sucediendo desgraciadamente con los terribles e inhumanos atentados terroristas de días pasados en Paquistán o en otras partes del mundo?
¿A quién no se le conmueven las entrañas indignado ante la violencia y represión brutal desatada en Nicaragua contra la defensa de derechos humanos elementales y fundamentales? ¿Y quién no se siente unido a la plegaria del pueblo venezolano que tanto sufre por el régimen totalitario e injusto que trata de gobernarlo con terror, violencia y vulneración de derechos?
Por eso y por tantas otras necesidades, vuelvo sobre la necesidad de orar de la que hablaba en esta colaboración semanal aquí mismo. Ante la situación que estamos viviendo, los cristianos nos manifestamos como lo que somos, discípulos de Jesús que nos enseñó a orar y nos exhortó a la oración como personas de esperanza que viven en la certeza de que el amor de Dios es más fuerte que todo. Como hombres de caridad, que se sienten unidos a todos y comparten con ellos sus angustias y sus penas, sus alegrías y sus gozos, sus inquietudes y sus esperanzas.
Todo esto lo encontramos y expresamos en la oración del Padre Nuestro, que deberíamos tener muy en cuenta en nuestras plegarias de cada día. Nos encontramos en las vísperas de la fiesta de la Asunción a los cielos en cuerpo y alma de Nuestra Señora, la Virgen María, con Ella pongamos en manos de Dios y en sus manos y renovemos todos los días, nuestra consagración a su Corazón Inmaculado.
Recemos el Rosario que el Papa ha calificado como la «oración por la paz». Que en estos momentos, tan necesitados de su ayuda de Madre del Salvador y Madre de misericordia. A Ella le pedimos que haga crecer nuestra fe, esperanza y caridad, y nos alcance la fortaleza necesaria para mantenernos fieles a Dios en quien está nuestro futuro y esperanza.
Antes me he referido, de pasada, al «Padre Nuestro». Permítanme que me extienda en esta oración que todos hemos aprendido y rezado desde niños, tan entrañable, tan fundamental. Doy gracias a Dios por el gran regalo de esta oración que nos ha permitido invocarle y llamarle «Padre, Abba, padrecito, papá», nos ha permitido hablarle con esta oración en la que se contiene cuanto somos y creemos, cuanto hemos de vivir.
En el PADRE NUESTRO tenemos cuanto somos y creemos los cristianos: la profesión de nuestra fe, las actitudes fundamentales de nuestra vida cristiana, la substancia viva del Evangelio. Me decía un viejo amigo, mi maestro de quien aprendí muchísimo, el obispo Antonio Palenzuela Velázquez, q.e.p.d., obispo a la sazón de Segovia, gran catequista y catequeta, que «la catequesis consiste en enseñar a decir bien el PADRE NUESTRO, y quien reza bien y con verdad tal oración es un buen cristiano».
Tenía razón este ejemplar y santo obispo, Dios para nosotros por esta oración era real, cercano, íntimo. Nos la enseñaron nuestros padres, nuestros abuelos, nos transmitieron la dicha de ser y sentirnos hermanos de los demás, nos transmitieron lo mejor de ellos, conscientes de que nos entregaban lo mejor y expresaban así su sincero y profundo amor.
Es lo que hace el Papa Francisco en un libro-entrevista sobre el PADRE NUESTRO, en el que nos entrega lo mejor de él, descubre su alma, su corazón, su vida, y dice cosas tan bellas como sencillas, tan nucleares como substanciales. Ahí se ve cómo vibra su corazón, en lo que se resume todo lo que somos: hijos de Dios, y por eso mismo, hermanos todos. Porque no decimos Padre mío, sino nuestro, sin exclusión de nadie. Quien excluye y descarta no puede decir «Padre nuestro», como tampoco quien no perdona ni se reconcilia.
Dios cercano, tan cercano que le podemos llamar de «tú». Esto mismo me hace recordar una anécdota del Filósofo francés Garaudy cuando acababa de escribir y publicar su libro «Palabra de Hombre». Con todo el revuelo que se armó, fue a dar una conferencia a la Universidad de Deusto y uno de los asistentes, clérigo él, le dijo, con toda su buena voluntad: «Usted es un cristiano»; y el filósofo francés, ateo todavía él, le respondió con sensatez y razón: «Mire, lo siento, pero no soy cristiano; más aún no soy creyente, porque soy incapaz de orar, de invocar a Dios, de llamarle de tú».
Ahí está la verdad de la fe, en hablarle a Dios de «tú», hablarle como lo que es: un ser personal, cercano, padre nuestro. Es lo que Jesús nos enseñó: Dios cercano y no abstracto, invocable, Dios familiar, Padre nuestro. Es lo que el Papa Francisco nos enseña con profundo amor y alegría, con gran humildad y gratitud.
(Publicado en La Razón)