Vivimos una época en la que el sentido común cada vez es menos común, pues hasta los miembros de las altas instituciones del Estado se prodigan en contradicciones e incoherencias, y la anomía (vivir y obrar según uno mismo, como si Dios no existiera, fuera de la ley natural y de la ley revelada), a la que se refiere San Pablo como “misterio de iniquidad” (2 Tes 2, 7) campa a sus anchas, fruto de las ideologías deshumanizadoras y beligerantemente anticristianas, sobre todo anticatólicas, que han impregnado la sociedad de forma creciente desde el siglo XX.

La última muestra, el visto bueno del Tribunal Constitucional (TC) a la inclusión del acto de rezar delante de un abortorio en el delito de acoso del Código Penal. El TC es un órgano que se encarga de velar por el respeto a la Constitución, pero es el propio TC, con su fallo respaldando la ley iniciativa del Gobierno, quien viola la misma Constitución en su art. 16.1, que declara la libertad religiosa: “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.

Se trata el suyo de un fallo que moralmente se resiste a cumplir con el principio de no contradicción, primer principio clásico de la lógica, pero hasta estos niveles hemos llegado de prevaricación institucional: una de las más altas instituciones del Estado, precisamente la que se encarga de garantizar que sea efectivo el Estado de Derecho, tirando por tierra un derecho fundamental respaldado por la Constitución y por la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH). Aunque con el tiempo se ha demostrado que decir esto es papel mojado, desde que el derecho positivo se ha impuesto al derecho natural como principio fundante en la elaboración de leyes los parlamentos de cada vez más naciones de Occidente (¡no digamos los parlamentos supranacionales!) legislan de acuerdo al principio de las mayorías, que siempre es coyuntural, sin ninguna sujeción al derecho natural, que es reflejo de la ley Eterna o Ley de Dios.

Aquella DUDH se elaboró en 1948 tras los juicios de Núremberg a los nazis. “Lo que ha sucedido es una advertencia. Debemos recordarlo constantemente”: Karl T. Jaspers, psiquiatra y filósofo alemán, es quien hizo esta declaración, tras el horror del holocausto judío. Y en efecto, debemos recordar constantemente la inutilidad de poner toda la confianza en el sistema democrático, si el principio de las mayorías no está sujeto a principios rectores perennes como son los principios que se derivan del derecho natural (a Hitler lo que no se le puede reprochar precisamente es que alcanzara el poder de forma antidemocrática).

Otro ejemplo lo tenemos aquí: la democrática Segunda República española ejecutó la mayor persecución a la Iglesia católica en sus dos mil años de existencia; los socialistas, comunistas y anarquistas asesinaron a 12 obispos y un administrador apostólico, 4.236 sacerdotes seculares, 2.365 frailes y 296 monjas e innumerables fieles, más quema y destrucción de 20.000 iglesias y conventos, además de imágenes y objetos de culto (datos tomados del historiador Javier Paredes). Por tanto, el problema es que ya después de aquellas “advertencias” (siguiendo a Jaspers), no se quiso reconocer que tales derechos fundamentales de la DUDH tenían su raíz en el derecho divino, quedando cojos, más bien descabezados… y hoy ya presenciamos cómo el positivismo invade también este ámbito, y se retuercen derechos como el derecho a la vida, que ha quedado vaciado de contenido para el estado más indefenso de toda vida humana, que es su etapa prenatal.

Nuestro TC, aplicando el principio democrático de las mayorías, recientemente ha retorcido el derecho fundamental a la libertad religiosa hasta el punto de hacerlo delito penal, imponiendo un límite a su práctica que no se circunscribe de modo alguno dentro del límite que especifica el art. 16 CE: el “mantenimiento del orden público protegido por la ley”, límite con el que se trata de asegurar la pacífica convivencia. Pero es que además supone una vulneración a otros derechos fundamentales: la libertad de expresión (art. 20 CE) y de reunión y manifestación (art. 21), por cuanto supone la expresión y manifestación pública de creencias, que también atañe incluso a la libertad de quienes acuden al abortorio, porque se les priva de la posibilidad de ser rescatadas, si en ese último momento recapacitan y toman conciencia de la terrible decisión que supone matar a su propio hijo.

¡Esto es lo que hay en juego! ¡Vidas humanas! Lo que está protegiendo el TC con su fallo es un siniestro negocio que además es muy lucrativo, y cada vez más, promocionado por organismos públicos supranacionales que a través de numerosos tentáculos subvencionados tratan de imponer el Nuevo Orden Mundial y su principal objetivo de reducir la población.

Lo demencial es que, para el órgano supremo para la protección de la Constitución y de los derechos fundamentales en ella contenidos, una persona que reza, según el lugar en el que rece, se le pueda juzgar como delincuente, cuando rezar para un católico, porque es eso lo que se persigue, implica siempre una actitud pacífica, de respeto y de aparente inactividad. Pero ¿sería un delito según el TC si alegara estar en silencio sumergiéndose en el vacío anulando todo pensamiento? No, agente, estoy practicando esa meditación mezcla de gnosticismo, iluminismo, pelagianismo, y sincretismo religioso, de un sacerdote que se ha hecho gurú zen. Sí, ese que predica que “debemos reinventarnos” porque “la misa dominical de hoy tiene los días contados”. Apuesto a que, si el presunto orante alega que está en ese tiempo de “silencio” fundiéndose con la nada, no le detiene la policía.

Porque en el fondo hay mucha verdad en todo esto, pero siempre que se mire bajo un determinado prisma, que es el auténtico quid de la cuestión. A estos esbirros de quien gusta llamar al bien mal y al mal bien les revienta que se esté invocando a un Quien. La nada no les asusta nada, pero a quienes odian la fe, no la soportan por “algo”. La cuestión es plantearse qué efectos puede tener rezar ante un abortorio: ¿qué puede ocurrir en esos instantes previos en la conciencia de quienes acuden al mismo?

Por otro lado, hay otra cosa que no es ateísmo ni agnosticismo per se, que hace imposible para quien falla de forma tan inicua, que no tenga claro que hay “alguien” trascendente que interviene en ese simple y discreto acto de rezar, y que no pocas veces hace cambiar de opinión a quienes acuden al abortorio. De este último dato se encargan los abortorios de dar fe. Y por eso los mismos abortorios demandan a estas personas, porque es efectivo rezar, y se resiente su negocio.

Tildar el acto de rezar de acoso es un insulto a la inteligencia, un retorcimiento deliberado de la realidad, por cuanto el mismo concepto de acoso que define el CP en su artículo 172 aclara qué requisitos lo conforman: “Conducta de vigilancia, persecución o búsqueda de cercanía física de forma insistente y reiterada” y es obvio que ninguno de ellos se da en una persona que adopta una postura orante, se la escuche o no recitar un Padrenuestro, un Ave María o una Salve… que son, quizás junto con un Rosario, supuestamente las “armas” del delito... Es este un caso de manual de odium fidei.

Si hay una persona que merezca nombrarse como la más injusta víctima de esta tropelía y aberración es Mary Wagner. Mary es una mujer de Canadá que se ha inmolado por su Fe, en su vocación de salvar las almas y las vidas de las mujeres que llevan en el vientre a sus hijos, cuando aquéllas acuden a un abortorio. Ha sido detenida en multitud de ocasiones y condenada a prisión, privada de libertad varios años de forma intermitente, cumpliendo condenas por rezar a las puertas de un abortorio, entregando rosas y tarjetas o libros. En una ocasión el juez que la condenó a prisión le espetó: "¡Tu Dios se equivoca!". Hasta ese nivel de endiosamiento alcanza la soberbia de un juez.

Haciendo caso omiso de tamaña necedad, claro que hay un Dios que aparentemente se hace presente a través de quienes oran, pues ello lo avala tanto la iracunda reacción de los abortorios, como el tratamiento jurídico tan sectario que aquí también hacen la mayoría de miembros del TC, todos ellos esbirros del “adversario”, que se opone furiosamente a Dios en su permanente misión de salvar almas y vidas, y hasta el último momento…