El Cristo de Monteagudo que la cristofobia pretende ahora derruir fue erigido, en honor al Sagrado Corazón de Jesús, durante el reinado de Alfonso XIII. El diario La Verdad de Murcia, en un clarificador artículo de Pedro Soler, detalla las vicisitudes que precedieron a la inauguración del monumento: el proyecto, impulsado en 1921 por una comisión de próceres locales, fue financiado por suscripción popular y encomendado al escultor José Planes, entre el alborozo de los murcianos, que organizaron diversos actos religiosos, recordando la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, mientras el periódico de la ciudad publicaba relaciones de las donaciones populares recibidas, que permitían entrever que «lo que parecía cosa irrealizable y que muchos calificaban de utópica, por las dificultades surgidas, en breve espacio de tiempo va a tener feliz realización». Tales dificultades motivarían que Planes se apartase del proyecto; y a la postre la imagen del Sagrado Corazón que se erigió en Monteagudo fue obra del joven escultor murciano Antonio Nicolás. La inauguración del monumento se celebró el 31 de octubre de 1926; acontecimiento que, según nos narra Pedro Soler, se desarrolló entre romerías y numerosas manifestaciones de fe popular.
Aquel Cristo de Monteagudo -como el del Cerro de los Ángeles- sería destruido diez años más tarde, en plena vorágine cristofóbica desatada por la Guerra Civil. Algunos años más tarde, en 1951 exactamente, otro monumento fue levantado sobre las ruinas del antiguo; y ahora, como ocurriera en 1936, otra vorágine cristofóbica trata de derribarlo, aduciendo que se trata de «una reliquia del totalitarismo católico impuesto por Franco». El odium fidei se disfraza con ropajes diversos, aclimatándose a la época en que trata de imponerse; en esta fase «democrática» de la historia, el odium fidei, que en épocas perfumadas por el aroma de la sangre no necesitaba para imponerse sino la expansión de los más sórdidos instintos criminales, se emperifolla con la coartada legalista, amparándose además en la ignorancia histórica que corrompe a un pueblo reducido a la esclavitud. El Cristo de Monteagudo no es ninguna «reliquia del totalitarismo católico impuesto por Franco», sino expresión de una fe popular que fue perseguida y abatida por el plomo durante la Guerra Civil; y este episodio cristofóbico que trata de volver a destruirlo, como ocurriera en 1936, no es sino otra expresión -más meliflua, si se quiere- del mismo odio de antaño.
Otro episodio cristofóbico más abyecto aún se está desarrollando en estos días, al cobijo de la llamada ley de Memoria Histórica, en el monasterio de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, que los cristófobos de hogaño pretenden convertir en una suerte de museo de los horrores del franquismo. Pero para ello hace falta primeramente negar el sentido religioso de aquel monumento, que la cruz de piedra más alta de Europa pregona a los cuatro puntos cardinales; un sentido que la presencia de monjes benedictinos en el lugar hace patente. La coartada legalista ha prohibido ya el acceso al recinto; pero su objetivo más inmediato es expulsar a los monjes benedictinos del monasterio. Tal expulsión, que podría consumarse en las próximas semanas, permitirá invertir la verdadera naturaleza del Valle de los Caídos: un monasterio benedictino encomendado, bajo la advocación de la Cruz, a la oración por los muertos caídos en una guerra fratricida se convierte así en un monumento al odio; o sea, la «abominación de la desolación» de la que nos hablaba el profeta Daniel. Y es que en el episodio del Cristo de Monteagudo, como en la expulsión de los monjes del Valle de los Caídos, disfrazado de coartadas legalistas, hallamos el mismo odio de antaño, la misma cristofobia que derribaba estatuas del Sagrado Corazón y vaciaba de monjes los monasterios.
www.juanmanueldeprada.com
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