La noticia puede pasar inadvertida en España. El gran cardenal Vlk, testigo de la fe durante la represión de la Primavera de Praga, deja su puesto en la colina de San Vito. Le sustituye Dominik Duka, un dominico que también sufrió arresto y hubo de trabajar en la fábrica de Skoda mientras enseñaba teología en la clandestinidad. Elegir un pastor para Praga no ha sido un desvelo menor para el Papa, pero es sólo uno entre tantos. La pasada semana fue de infarto: la amargura en torno al caso Boffo, celebración de la Jornada del enfermo, una vibrante lección (sin papeles) a los seminaristas de Roma, y el domingo visita al albergue de Cáritas en la estación Termini. Las cámaras, tan celosas, han captado una lágrima que se escurre de los ojos del Papa mientras escucha la bienvenida de una mujer sin techo: «Querido Santo Padre, que Dios le dé la fuerza de permanecer sereno, fuerte y lleno de esperanza, como lo estamos nosotros».
 
Con razón Benedicto XVI pudo decir, con esa precisión llena de dulzura que ese albergue «es un lugar donde el amor no es sólo una palabra o un sentimiento, sino una realidad concreta, que permite hacer entrar la luz de Dios en la vida de los hombres y de toda la comunidad civil». El Papa volvió contento a casa, cierto de que la Iglesia tiene dos grandes tesoros: el de sus pobres (radicalmente abiertos a la gracia de Cristo) y el de la fe confiada por los apóstoles y aquilatada en obras y palabras por los santos y los maestros de todos los siglos. Se recoge temprano, pero no para el legítimo solaz del domingo. Le espera una dura tarea, ya que el lunes recibe a todos los obispos de Irlanda. Una ojeada a los últimos informes sobre la crisis provocada por los casos de abusos sexuales en la isla de san Patricio, un vistazo al discurso que ha preparado, quizás las últimas correcciones en el margen con su letra menuda, pluma en mano. La luz de Roma se esfuma mientras el Papa recuerda: «Yo no puedo con todo esto, pero no estoy solo, me sostiene la fuerza del Resucitado que envía a Pedro, y de María Santísima que siempre está de nuestra parte, y me acompaña la plegaria de los sencillos, como esa mujer que en el albergue de Cáritas se ha hecho eco del sentir del pueblo cristiano».
 
¡Ah! Pero son tantas cosas. La Curia, que dicen desgobernada, como si él no conociera sus últimos recovecos. Ya prepara nombramientos cruciales, pero sabe que la Iglesia no se gobierna con ucases sino con el testimonio, el discernimiento y la comunión. Palabras que para él tienen un espesor grandioso, pero que son cristalinas y frescas en su mirada. Dicen que no gobierna, que no decide.... Él, que decidió contra viento y marea la remisión de las excomuniones a los obispos lefebvrianos para favorecer la plena inserción de sus fieles en la Católica, que ha dispuesto una estancia acogedora para los anglicanos que buscan el retorno, que lanzó la potentísima lección de Ratisbona, que se empeñó en el trascendental viaje a Tierra Santa cuando los más cercanos colaboradores le susurraban: «Santidad, no vaya». Él, que escribió por vez primera a los católicos de China, que acerca a ojos vista a la gran Madre Rusia, que señala la hora de África en el reloj de la Iglesia, que recordó en Aparecida la necesidad de un nuevo inicio para el catolicismo latinoamericano. Él, Benedicto, que acaba de dar un golpe de timón en la áspera Bélgica y se dispone a un duro viaje en las tierras neblinosas de Inglaterra y Escocia. Él, que ama a los judíos con razón y corazón, que se dejó pero que no acepta condicionantes ni chantajes. 
 
Aun antes de cerrar los ojos, tiempo para corregir las últimas comas del segundo volumen del Jesús de Nazaret, ese hombre que es el rostro del Logos, la carne de la caritas, la forma humana del misterio que llamó a Abraham y al que siguió Moisés por el desierto. Ese Jesús que le llamó «amigo» una mañana luminosa en la catedral de Freising, cuando sólo Él sabía que aquel joven rubio de rostro tímido y dulce debía prepararse para la dura brega de Pedro en las noches del mundo, cuando parece que el tiempo transcurre sin que hayamos sacado nada. Ese Jesús al que ha seguido como un sencillo y humilde trabajador en la viña, pero que ha querido auparlo al centro que concita todos los vientos y las tormentas de la historia. Apenas tiempo para las Completas, recitadas entre el dulce recuerdo del albergue de la estación Termini y la tensa espera de la dura labor de corregir y amonestar, de recordar la miseria que anida en el cuerpo humano de la Iglesia. Alegrías y tristezas, todo para lo mismo, todo es parte del sí que repitió pronto hará cinco años. Pasó el tiempo de suplicar «no me hagas esto». Ahora sólo queda construir, suscitar, enseñar, corregir, sufrir con este cuerpo (con sus pobres, también con sus traidores) porque el Dueño lo ama en cada tendón y en cada víscera. La noche es corta para un hombre ya anciano. Santidad, descanse ahora, pero lleve consigo nuestra esperanza, sea fuerte cada día, con la fuerza de Aquél cuya omnipotencia es el amor total.
 
*Publicado en PáginasDigital