Lo que los políticos de pacotilla y sus asociados llaman “Estado de derecho“ no es sino la ley canalla que zarandea la conciencia de los lobotomizados y flagela el almas de los creyentes. Es la charada que se vende para acallar nuestras conciencias (aquello que el cardenal John Henry Newman llamó ley del espíritu). Me contaba una amiga, avezada experta en criminología, que nuestro código penal impone órdenes de alejamiento a los padres que sueltan un cachete a sus vástagos para meterles en vereda, pretextando que nada justifica dar de vez en cuando un cachete para educar. Semejante aberración solo puede ser un acto subsecuente de la destrucción de las autoridades naturales. Fueron las autoridades naturales y sobrenaturales las que crearon el Derecho. A pesar de que durante toda la vida nos hayan contado en la Universidad la milonga leguleya de que las primeras fuentes del Derecho fueron la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho. Algo que repiten de manera constante y sonante los papagayos del positivismo. Sencillamente no es verdad, porque para que exista un Derecho tiene que existir una jerarquía y la primera jerarquía procede de la autoridad: la de Dios sobre el hombre, la del bien sobre el mal, la de los padres sobre los hijos, la de lo justo sobre lo injusto, la de la conciencia recta sobre las tentaciones.
La negación de la autoridad sobrenatural ha ido paulatinamente cercenando las de carácter natural: talando las bases del derecho, reemplazándolas por una bomba de relojería al servicio de los relojeros de nuestra era. Los relojeros nos han ido ofreciendo supuestas conquistas libertarias mientras segaban la hierba bajo nuestros pies. En eso se ha convertido el mundo sin Dios, en una bomba de relojería a merced del relojero más pirómano. Es el penoso legado de los procuradores de la libertad de conciencia, trastornados con la música de que se puede apelar a la libertad de conciencia y al mismo tiempo ponerle velas a Dios y al Derecho Natural, cuando es la libertad de conciencia la que rompe con la rectitud de las almas y de las leyes. Así nace y crece el normativismo: la carcoma del verdadero Derecho.
Una de las mentiras más bastas jamás contadas a los humanos es el trampantojo del “Estado aconfesional“ : un Estado no puede ser aconfesional desde el momento en que dicta y propala normas con un calado moral o inmoral, porque toda norma se dirige hacia un sentido del bien y del mal que a la postre pujarán por hacerse universales. Así tenemos al Estado granjero estabulando a los ciudadanos a base de hórridas leyes sobre el aborto, la eutanasia, la exhumaciones forzosas de cadáveres, y hasta el control draconiano del hogar familiar; estableciendo los límites de la autoridad de un padre mientras da vía libre e invita a los hijos a toda clase de desafueros frente a cualquier autoridad que no tenga rango legal.
Cuando Montesquieu anunció en El espíritu de las leyes que la República era virtuosa por naturaleza al guiar el interés particular hacia el interés general, le faltó algo muy importante: encontrar un porqué. No dejan en buen lugar nuestros tiempos la teoría política del barón, cuando sus correligionarios actuales, azuzando la charada del Estado de derecho, dictan normas dinamitando todo orden inspirado en el buen sentido. Porque para el Estado granjero no hay más códigos y vínculos inviolables que los que sellan sus regentes: ora profanar tumbas, ora desarraigar el seno familiar, ora lo que interese al relojero. Fueron precisamente los hombres de Montesquieu los que reemplazaron la ley del espíritu del cardenal Newman por el espíritu de las leyes, y como toda ley tiene un dador de ley (así lo decía Newman), las de Montesquieu son dadas por el hombre. El resultado final ya lo conocemos: ley canalla.