La Semana Santa nos presenta, por medio de su imaginería, una verdadera representación artística y de fervor de diferentes momentos de la Pasión y Resurrección de Cristo. Son múltiples las representaciones escultóricas de tantos momentos (Santa Cena, Prendimiento, Crucifixión…), pero hoy quisiera reflexionar en un momento poco meditado, pero muy profundo en sí y que a todos nos interpela: la figura del Cautivo…
Cuando lo vemos procesionar o acudimos al templo donde se venera, no nos damos cuenta de que quien está cautivo no es Cristo sino nosotros, esos que nos creemos perfectos y que, con todos los prejuicios del mundo, juzgamos a los demás sin misericordia y sin perdonar incondicionalmente y pedimos lo que no damos como obligación a Dios, dentro de nuestra soberbia.
Somos ante todo cautivos del pecado, un cautiverio que llevamos imprecando dentro de nuestro ser, un cautiverio que todos intentamos eliminar, luchando no solo contra lo que hacemos, sino contra la gran omisión de la gran carencia del amor. Una carencia que debería implicar un verdadero cautiverio en el amor, ese mandamiento tan importante y que tan poco ejercemos por nuestros cautiverios en los prejuicios, el juzgar a los demás, fijarnos más en la imagen que en la persona… Somos cautivos de nosotros mismos en todo aquello que creemos hacer bien, pero que es el cumpli-miento de nuestra vida.
Perdonamos con condiciones, pero exigimos lo contrario con respecto a nosotros; escuchamos la palabra de Dios, pero... ¡qué duro es ponerla en práctica!; aplicamos la ley del embudo: lo grande para mí y lo estrecho para los demás.
Es difícil y a veces peligroso ese perdón que Dios nos exige pleno y sin condiciones, pero si nos llamamos cristianos, no solo hemos de seguir a Cristo, sino poner en práctica su doctrina, aunque nos cueste: hemos de empatizar con los demás, hasta intentar ser ellos.
Hemos de trabajar el verdadero cautiverio en el amor, las obras de misericordia, la humildad, el hacer bien sin mirar a quién… Cuesta trabajo perdonar un aborto, un asesinato, una violación pero si la sociedad trabaja en la reinserción de las personas y Dios es el más perjudicado, como Padre, en ambas partes, ¿quiénes somos nosotros para ser más que Dios?
No hagamos a los demás lo que no queremos para nosotros, seamos cautivos en nuestro cristianismo, tanto en obras como en la oración.
Estas palabras no pueden quedar vacías: no podemos rezar “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a nuestros deudores” sin poner en práctica lo que predicamos, empezando por mí, que escribo estas líneas y que -el primero de todos- he de pedir perdón por tantas omisiones y daño que he realizado a lo largo de mi vida de manera intencionada o no. Así puedo predicar con el ejemplo y, además de pedir ese perdón, darlo a los demás, limpio y sin condiciones.
Ignacio Segura Madico es vicepresidente de Fidaca (Federación Internacional de Asociaciones Católicas de Ciegos).