Nunca dejará de sorprenderme la falta de generosidad característica de nuestra época. Se percibe en todos los ámbitos de la vida civil: desde luego en la política, que parece ejercer un misterioso magnetismo sobre los individuos más mezquinos; pero, en general, no hay ámbito de la vida social que no esté cada vez más infectado por esta gangrena. Seguramente la generosidad no sea la panacea para acabar con las violencias, asperezas y desabrimientos de la vida; pero en esta falta de generosidad endémica que caracteriza nuestra época hallamos el mal propio de quienes creen que todo se lo deben a sí mismos, la torpeza propia de los pueblos que, a la vez que reniegan de su tradición, se suben a un pedestal de soberbia. Sin darse cuenta de que ese pedestal ha sido dispuesto así para que puedan arrojarse al barranco más fácilmente.
La falta de generosidad se traduce en mezquindad, que no consiste tan sólo en negar los méritos del prójimo, o en escatimarle nuestro elogio o nuestra ayuda, sino también en un adanismo engreído y ruin que nos hace creer que nada debemos a nadie, olvidando que el atributo más gozoso del hombre es, precisamente, ser tributario, estar siempre en deuda. Y reconocerse tributario es, además de un ejercicio de nobleza, una prueba de fortaleza. La generosidad, como la humildad, es virtud propia de los fuertes, del mismo modo que la mezquindad (con sus primas hermanas la soberbia y la suficiencia) es la artificiosa fortaleza de los débiles y de los impotentes, que hacen de la iconoclastia y la negación de los valores constituidos el emblema orgulloso que esconde su inanidad. La mezquindad prefiere el derribo a la construcción, la discontinuidad a la tradición (porque así puede disfrazar de originalidad su falta de sustancia), el menosprecio al reconocimiento; y se complace abatiendo aves de altanería, mientras cría con mimo aves de vuelo gallináceo. La mezquindad abomina lo mismo de la reverencia al maestro que del amor al discípulo, descree de toda forma de colaboración cordial y se refugia en la capillita, en la camarilla, en la tribu, donde la concentración de egoísmos se disfraza de fraternidad e instinto solidario.
En la mezquindad hay siempre un fondo de envidia y resentimiento, aunque sea disfrazado de insolencia y sarcasmo. No se perdona el éxito ajeno, sobre todo si se ha conseguido a pulso, sobre todo si lo obtiene una persona eminente. La envidia, que por algo la pintan amarilla (porque muerde, pero no come), con ojos agazapados y la fruición enfermiza ante el mal ajeno, está incapacitada para cualquier gesto generoso. Su séquito de estragos –rabias mal contenidas, celos, desabrimientos, conciencia de agravio nunca resuelta– se desagua infaliblemente en calumnias y difamaciones. Pues el envidioso, como el mezquino, se alimenta –como la carcoma– de lo que destruye y corroe, necesita destruir y corroer para mantenerse vivo; y trata de compensar su impotencia restando valor, jibarizando, ninguneando, estigmatizando, difamando a los demás. Empresa por completo estéril que no hace sino generarle más insatisfacciones (más rabias y desabrimientos, más celos y conciencia de agravio); pues, como nos enseña Pérez de Ayala, «lo que de ordinario se llama envidia no es tanto un sentimiento cuanto un resentimiento, y consiste en que un destalentado, verbigracia, niegue y procure persuadir a los demás de que el talentoso carece de talento; en que el enfermo ansíe que el sano pierda la salud. Pero a esto yo lo llamo estupidez, necedad; porque en ninguno de los dos casos el destalentado adquirirá el talento que al talentoso se le niega, ni el enfermo la salud que el sano perdió».
Hay una mezquindad que deriva del resentimiento, de la necesidad morbosa de infligir daño a quien nos agravia con su talento o con su salud (quiero decir, con las prendas o virtudes de las que nosotros carecemos). La mezquindad, concubina del resentimiento, impone la dictadura del chisme y de la insidia; y para realizar sus designios se vale no sólo de la perversidad de las gentes malignas, sino también de la curiosidad morbosa de los que podríamos llamar tontos útiles, esas gentes mostrencas y cretinizadas que anestesian el dolor de una vida sin alicientes dando pábulo a las burdas comidillas que los mezquinos propalan. Y es que la alianza de los tontos y los mezquinos resulta una combinación infaliblemente demoledora, capaz de atribuir los móviles más rastreros a los actos más generosos, capaz de ensuciar los impulsos más limpios con suspicacias sórdidas. Porque, allá donde el mezquino impone su ley, la generosidad se convierte en un vicio insoportable cuya estigmatización y condena los tontos útiles aplauden. Así, poco a poco, la mezquindad se va convirtiendo en virtud pública.
Publicado en XL Semanal.