En los tres evangelios sinópticos, en el episodio de la Transfiguración el Padre nos envía el mismo mensaje: “Éste es mi Hijo el Amado, en quien me complazco. Escuchadlo”. La pregunta que nos tenemos que hacer es qué significa esto y cómo escuchar a Jesucristo.
Es indudable que lo primero que tenemos que hacer para escuchar a Jesucristo es ponernos en actitud de oración, una oración que ha de ser de escucha a lo que Dios quiere decirnos. Evitemos, como nos pide el propio Jesucristo, al enseñarnos el Padre Nuestro, el usar muchas palabras, como hacen los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. La oración es abrir nuestro corazón a Dios y permitirle que penetre en nuestro interior y nos hable. En pocas palabras, la oración es estar con Dios. Para ello Jesús nos recomienda rezar en la intimidad, donde estemos tranquilos, en nuestra habitación, aunque otro lugar muy bueno por su presencia muy especial es ante el sagrario, en la iglesia.
Otro lugar privilegiado de encuentro entre Dios y nosotros son los sacramentos, debiendo una vida cristiana recibir a menudo los de la Penitencia, que sirve para perdonarnos nuestros pecados y volver o reforzar nuestra amistad con Dios y limpiarnos de todo aquello que nos mancha, y el de la Eucaristía, que nos une entrañablemente con Dios y es prenda de nuestra futura glorificación en cuerpo y alma. Cuando recibimos la Comunión, abrimos nuestro corazón y nuestra alma a su presencia en nuestro interior, de tal modo que Él puede actuar en el mundo gracias y a través nuestro. Aunque hay muchas oraciones y devociones muy provechosas y buenas, como el rezo del Santo Rosario, está claro que la mejor de todas es la Santa Misa.
Pero ciertamente nuestra relación con Dios será tanto más estrecha cuanto más y mejor le conozcamos. En ello la Sagrada Escritura y muy especialmente el Nuevo Testamento juegan un papel fundamental. Uno no puede por menos de asombrarse cuando ve la enorme actualidad de muchos de estos textos y se da cuenta de la validez actual del mensaje divino en ella contenido. Al fin y al cabo Él ha venido “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). El conocimiento de la Biblia, fruto del estudio, pero sobre todo de la oración, nos da a conocer la figura de Cristo y en consecuencia, dado lo mucho que ha hecho por nosotros, a llenarnos de gratitud y amor. Pero es muy bueno que el conocimiento de Jesús a través de la Biblia se vea completado por la literatura religiosa que nos ayuda a avanzar por el camino espiritual. La ignorancia religiosa es uno de los mayores problemas que amenazan a nuestra vida espiritual.
Otro punto que nos ayuda a conocer mejor a Cristo es la devoción a la Virgen María. Si la devoción a María es auténtica, es verdadera, nos lleva hacia Cristo, la Eucaristía y la Adoración Eucarística, como sucede por ejemplo en Medjugorje, donde los actos centrales son las Misa y la Hora Santa de adoración del Santísimo. La Virgen nos habla allí de las cinco piedras que nos ayudan a vencer al demonio y que son: la oración del Rosario con el corazón, la Eucaristía, la Biblia, el ayuno y la confesión mensual.
Y no nos olvidemos tampoco de la Iglesia. Como nos dice el Concilio Vaticano II: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Lumen Gentium nº 9). Y aquí en este punto recordemos el papel del Magisterio de la Iglesia, no sólo como intérprete oficial de la Iglesia, sino también en su Magisterio ordinario con sus indicaciones para la vida y problemas de cada día del cristiano y que en tantas ocasiones no sólo nos evita errores, sino que nos indica el camino por el que los cristianos debemos ir, camino, que insistimos, es el que nos conduce hacia Jesucristo y la Vida eterna.