Es evidente: lo primero que ofrece la Iglesia es el anuncio de la buena nueva de Jesucristo. Esto es lo fundamental, pero no lo único, porque como siempre, a lo largo de la historia ofrece, o puede hacerlo, mucho más, y no solo a quienes asumen el evangelio, sino a todos los seres humanos, porque la Iglesia acompaña a la humanidad en su transitar histórico para su bien. Y lo hace en términos adaptados a las necesidades históricas del momento.
Un buen ejemplo de ello lo encontramos en la Europa destrozada por la Segunda Guerra Mundial. La destrucción, tremenda, no es solo humana, sino también material. Este es el marco en el que actuó la Iglesia católica.
Tony Judt en su inmensa obra en calidad y cantidad (más de 1100 páginas) Posguerra. Una historia de Europa desde 1945, escribe (2006. 341): "De las religiones tradicionales de Europa, solo los católicos aumentaron el numero de sus electores durante las décadas de 1940 y 1950. Esto se debió en parte a que solo la Iglesia católica tenía partidos políticos directamente asociados a ella… Pero, sobre todo, la Iglesia católica podía ofrecer a sus miembros algo que por entonces escaseaba en gran medida: un sentido de continuidad, de seguridad y de tranquilidad en un mundo que había sufrido violentas alteraciones en la década anterior, y que iba a transformarse aún mas drásticamente en los años venideros…. Incluso su firme oposición a la modernidad y al cambio la dotó de un atractivo especial en estos años de transición".
La Iglesia ofrecía lo que mucha gente necesitaba y, como casi siempre, esto era seguridad, continuidad, condiciones básicas para que exista un horizonte de futuro. Y para ello no miraba al mundo, sino a sí misma, y no temía ser alternativa de la modernidad, ni sentía complejo por ello. En aquel periodo, las organizaciones católicas florecieron como nunca lo han vuelto a hacer en Europa, lo cual no significa que no puedan -deban- reeditarlo en un tiempo futuro, próximo o lejano, eso sí, sin equívocas añoranzas.
Este impulso católico se dio en el tránsito de solo dos décadas, de un continente en ruinas dañado por el exterminio, rebosante de sufrimiento y de odio, a una Europa dotada de un desarrollo y bienestar extraordinarios y comprometida con una unidad inexistente desde el surgimiento de los estados, regida por la democracia, el estado de derecho y la economía social de mercado; que no el mercado a secas. Todo esto ha ido muy bien, casi milagrosamente bien, hasta convertirse en un espacio único en un mundo mucho más desequilibrado. Pero el resultado no fue consecuencia de ningún fatum. Por el contrario, en 1945 se podían repetir en todas partes errores del pasado, los de la cercana posguerra de 1918, con su empeño en la venganza y el resentimiento. Una clave decisiva, insuficientemente valorada de la diferencia entre ambas posguerras, radicó precisamente en la distinta situación de la Iglesia católica, y en la capacidad de sus hombres y mujeres en aportar la respuesta adecuada, y que la debilidad y la visión que existía en 1918 no hizo posible.
El florecimiento católico era un hecho extraordinario en una Iglesia que venía de un período histórico en el que estuvo muy castigada y marginada por las revoluciones liberales del siglo XIX, cuyo centro, la Santa Sede, había pasado incluso un tiempo de reclusión y aislamiento. Cierto que después, y a partir de León XIII, las cosas cambiaron, y a lo largo del siglo XX, creció y creció la proyección católica, pero la otra gran catástrofe previa, la Primera Guerra Mundial, había vuelto a causar un daño terrible.
Las distintas iglesias protestantes no registraron el mismo efecto, como acota Judt, no ejercieron el mismo poder de atracción. Por tanto, no fue un resurgir religioso, sino sobre todo un hecho específicamente católico. Y en este sentido vale la pena anotar lo que escribe el historiador: "Las Iglesias protestantes no ofrecían una alternativa al mundo moderno, sino mas bien la manera de vivir en armonía con él".
Y esa es la diferencia fundamental: la de propiciar una alternativa para generar un nuevo orden allí donde solo había los restos de una gran guerra, con una inteligente combinación de principios morales, grandes ideales y realizaciones prácticas y beneficiosas, en lugar de simplemente acomodarse para transitar en el carro mundano, sin voluntad de señalar el camino, simplemente buscando solo ser aceptados en el viaje. Es, y ustedes perdonarán, la diferencia entre el vuelo del águila y el vuelo gallináceo.
Hoy, Occidente, Europa, la mayoría de sus sociedades viven una crisis profunda que no es fruto de la destrucción material de una guerra, sino moral. Es la destrucción del sentido de lo humano, del bien, de la justicia, tan grave que ha cegado a la cultura dominante y a los poderes establecidos haciéndoles incapaces de practicar el diagnóstico. Es la crisis de la sociedad desvinculada, de la sociedad líquida, de la anomia, de la posmodernidad, que ya es incapaz de cumplir y hacer cumplir aquellos fines que dice perseguir.
La Iglesia, los católicos han de preguntarse sobre cuál es su papel en esta crisis, que hasta ahora se asemeja más a la impotencia de 1918, o al “buen” compañero de viaje de las Iglesias reformadas en el 1945, que aquel catolicismo que de forma tan decisiva contribuyó al florecimiento de Europa y a la construcción de los 30 gloriosos años. Y eso que escribo sobre Europa y nuestros países tiene su lectura y aplicación en sus propias circunstancias, para América Latina y Estados Unidos. Porque la crisis desvinculada y la gran transición está en todas partes.
Publicado en ForumLibertas.