El 14 de septiembre hizo exactamente 700 años que murió Dante Alighieri, el autor inmortal de la Divina Comedia. Pocos muertos hay, por tanto, menos muertos. Además de que su libro trata de la vida apasionante que hay en el Más Allá, a ver qué hombre o mujer del año 1321 está, en estos momentos, más campante. Muestra incluso más vitalidad que tantos de nuestros contemporáneos, empezando por mí, tan ceniciento. Sus obras se reeditan, se traducen de nuevo (los españoles en este sentido vamos de fiesta en fiesta), se glosan (docta y divulgativamente) e influyen en la creación contemporánea. Hasta el Papa Francisco le ha escrito la carta apostólica Candor lucis aeternae, que se suma a In praeclara summorum, la encíclica -nada menos- que le dedicó Benedicto XV. Aunque él arreó bien a los Papas de entonces, Roma lo ha reclamado como poeta católico por antonomasia, y lo es.
La conmemoración me ha cogido subiendo de nuevo por la ladera del Purgatorio, que no es tan espectacular como la sima del Inferno, pero es más luminosa y salvífica. Yo me siento en ella como en casa. Sobre todo, porque Dante va muy pendiente del tiempo, obsesionado, más o menos como yo, salvando las distancias. Ve que el tiempo es el campo de juego de la eternidad, y le preocupa muchísimo malbaratarlo, aunque a menudo, como yo, se distraiga o se emperece.
El tiempo adquiere en el Purgatorio entidad de un personaje más, con su evolución de carácter y todo. Al principio, bajo el peso de las culpas, avanza penosamente. A medida, que el alma se purifica, se apresura, casi volando, y esta gradación la dosifica Dante con una mano maestra. Hasta que, una vez que llega al paraíso terrenal, antesala del Cielo, inesperadamente, se remansa. Hay, pues, tres tiempos, igual que en un concierto: adagio molto, allegro vivace y andante maestoso.
La musicalidad hace que uno no sienta a Dante, en absoluto, petrificado en el mármol de una celebridad muerta. Está hecho de la misma materia que nosotros: tiempo y memoria, afán por mejorar y amor y amistad, deseos y fe, y esperanza. Hoy su centenario es tan redondo que quién podría no ponerse un poco solemne, pero la celebración puede ser cotidiana. Lo conmemora cualquiera que abra cualquier día su Divina Comedia dispuesto a andar con él, a correr y a saltar después, a conversar siempre y a admirar unos versos por los que no parece que pasen los años que (¡felicidades!) pasan. Y no pasan.
Publicado en Diario de Cádiz.