Este domingo celebramos la solemnidad de Jesucristo Rey del universo. Esta fiesta litúrgica fue instituida por el papa Pío XI con la encíclica Quas primas en 1925.
No se trataba de una verdad nueva o de un título insólito. La Sagrada Escritura, la Tradición apostólica y las diversas tradiciones litúrgicas expresan con gozosa insistencia la realeza de Dios Creador y de Cristo Redentor.
La Quas primas tiene el mérito de focalizar la atención de los hijos de la Iglesia en los fundamentos, en el carácter y en las consecuencias de la realeza de Jesucristo, además de explicar bellamente el alto valor pastoral de las celebraciones litúrgicas.
Podría añadirse una novedad oportuna de la Quas primas: el énfasis que pone en las consecuencias sociales del reinado de Cristo, aunque ciertamente no es el único documento del magisterio que señala esa dimensión social.
Es claro que la realeza del Señor Jesús es ante todo de naturaleza espiritual. Y para todos los hombres es salvífica. Es decir, Cristo Rey legisla, manda y juzga en función de nuestro destino de bienaventurada eternidad, para el cual existimos.
La enseñanza central de la encíclica, cimentada en las fuentes de la Revelación, se refiere a la realeza de Cristo como una condición propia del Hijo de Dios encarnado. Él es -en el sentido más fuerte, real y trascendente- el "eterno Señor de todas las cosas", como lo llama San Ignacio.
Él tiene todo derecho a reinar porque es el Creador de todo, en cuanto Dios; y a Él, en cuanto Redentor de todos en su humanidad, se le ha "dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18).
Sin embargo, aunque el reino de Cristo "no es de este mundo" ni es en definitiva para este mundo, tiene fuertes consecuencias en la vida personal y social de todos los redimidos, ya en este mundo.
Quisiera fijarme ahora sólo en este último aspecto.
La encíclica se dirige a los católicos. Supone la fe en Jesucristo como Dios encarnado y único Salvador. Sin este presupuesto será difícil aceptar las afirmaciones de la Quas primas, como pasa con cualquier enseñanza de la Iglesia que trasciende el orden natural.
Sin embargo, la Quas primas hace ver que, si se desprecian los derechos de Cristo, terminan fulminándose los derechos humanos, la justicia social y la paz de las naciones. El rechazo de Cristo Rey no afecta solamente a los católicos, según aquello de Chesterton: "Si suprimimos lo sobrenatural, lo que nos queda es lo antinatural".
Las sociedades con hondas raíces cristianas, que muchas veces se reconocían católicas (al menos en los grandes principios de su vida pública y en la fe vivida del pueblo), han degenerado en sociedades ateas e inhumanas (aunque sean ricas, funcionales y autosuficientes).
El progresivo soterramiento de Cristo ha conducido al deliberado olvido de Dios y a la degradación de la dignidad humana en la actual cultura dominante en Europa.
Es decir, la "apostasía silenciosa" (y a veces clamorosa), de la que hablaba San Juan Pablo II refiriéndose a Europa, tiene consecuencias. Así lo trae Pío XI en la Quas primas: "Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad".
Por otra parte, por contraste completo, si se da un auténtico (aunque imperfecto) reinado de Cristo en la dimensión social, también habrá consecuencias. Serán consecuencias felices, porque atenderán al real bien temporal de los pueblos y estarán ordenadas, en definitiva, a la felicidad eterna de quienes obedecen y disfrutan ya ahora de la soberanía de Cristo, aun sin saberlo del todo.
Estas consecuencias felices son afirmadas en varios lugares de la Quas primas. Así leemos, por ejemplo:
-"[Estamos] persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo" (n. 1).
-"Él [Cristo] es, en efecto, la fuente del bien público y privado. 'Fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos' (Hech 4, 12). Él es quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones, 'porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos' (San Agustín, Carta a Macedonio, 3)" (n. 16).
-"Si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia" (n. 17).
-"¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! 'Entonces verdaderamente', diremos con las mismas palabras que nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe católico, 'entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre' (Annum Sacrum)" (n. 19).
Todas estas felices consecuencias (relativamente "felices", en cuanto se puede hablar de felicidad temporal) serían reales o al menos se verían muy favorecidas si los diversos estamentos de la sociedad respetaran al menos la ley natural. Pero ¡cuánto más si se dejarán inspirar y guiar por el Evangelio!
No decimos, ni dice la Quas primas: "Si todos fueran santos, entonces tendríamos el paraíso, sería la antesala del cielo". Esto sería verdad, pero no es y no será la realidad. Por lo menos es altamente improbable que este mundo, algún día, esté poblado solamente por una multitud de auténticos santos.
En la tierra estamos siempre en estado de milicia (cf. Jb 7, 1), permanecen los efectos "globales" del pecado original, el diablo no duerme (cf. 1 Pe 5, 8) y la Iglesia tendrá que llamarnos siempre a una más profunda conversión.
Pero ¡qué diferencia entre una sociedad en la que, tanto con las leyes como con los ejemplos más visibles y autorizados, se ayuda a crecer en la fe y en la fidelidad, en la justicia y en el verdadero amor -por una parte- y otra sociedad en la que el ateísmo de base y una degradante visión del hombre tienen el poder y manipulan constantemente la "opinión pública"!
Ciertamente hay un abismo de por medio. En la segunda no se respeta a Cristo ni al único Dios creador, pero tampoco se respetará al hombre en sus dimensiones esenciales.
Conviene precisar lo siguiente: la Quas primas se refiere al reinado social de Cristo con sus imprescindibles presupuestos.
No son suficientes ceremonias solemnes, declaraciones públicas y grandes estandartes. Todo eso puede tener valor en sí mismo, en cuanto señala la dirección primera y fundamental en el ideario de una nación (dando por sentado que se respeta la libertad religiosa). Pero si todo eso se da junto a una legislación ideologizada y unos gobiernos corruptos; sin la promoción de todas las virtudes y con la complacencia en los vicios públicos; sin el respeto de la dignidad de toda vida humana y de la familia natural; sin la solidaridad eficaz con los que más sufren, etc., entonces la más ampulosas palabras y toda la pompa aparentemente "santa" no sería más que una caricatura sacrílega y escandalosa.
Con otras palabras: si no se aplica realmente, con la gracia divina, la doctrina social de la Iglesia, no se puede pensar ni hablar del reinado social de Cristo.
De acuerdo a la magnífica Quas primas podemos concluir que, si en la vida pública se obedece y se respeta coherentemente la "potestad salvadora" de Cristo (San Juan Pablo II), habrá consecuencias excelentes para el bien común de la nación, para las familias y para cada ciudadano.
Y siempre habrá que recordar que las decisiones políticas y las "estructuras" en general pueden (y deben) ayudar al "bien común" en gran medida. Si esas decisiones y "estructuras" respetan la Ley de Dios y el mismo Evangelio estamos en una situación pública óptima. Pero queda siempre la persona humana con sus decisiones y su capacidad de aceptar o de rechazar la óptima propuesta.
Por ello el reinado de Cristo alcanza su máxima y esplendorosa realidad en esta tierra cuando una persona, como los mártires y todos los santos, se entrega -con plena docilidad a la acción del Espíritu Santo- al confiado y fiel seguimiento del Señor Jesús, en su camino de cruz y de Pascua, hacia la gloria del Padre, en la que vive y reina eternamente.
San Pablo tenía muy buenas razones para proclamar: "¡Es necesario que Cristo reine!" (1 Co 15, 25).