Nuestra pobreza es física pero, también y sobre todo, espiritual. Como San Pedro, alternamos entusiasmos y debilidades, cada uno las suyas. Somos inconstantes y olvidamos rápido hasta lo más sublime.
Pero, a pesar de nuestras dudas, podemos caminar sobre las aguas cuando fijamos los ojos en el Señor. Aunque no nos duran la fe ni las fuerzas ni tres pasos. Empezamos a hundirnos. Del miedo pasamos al pánico. La proeza está a punto de acabar en fracaso estrepitoso, en naufragio… Las circunstancias nos hunden, nos agobian, y nos falta fe. Pedro, después de haber presenciado horas antes la multiplicación de los panes y los peces, se hunde en las aguas presa del miedo. Y Pedro nuevamente, mezquino y cobarde, traiciona a Cristo después de haber proclamado con pasión unas horas antes que nunca le negaría y que moriría por Él. Pedro, impulsivo, impetuoso y cambiante, pero capaz también de llorar amargamente, muestra cómo el Señor nos toma a cada uno como somos, con las limitaciones de nuestro temperamento. Cristo no necesita superhombres.
Sí, nuestra fe es frágil e inquieta. ¿Y qué? No nos tomemos tan en serio porque la clave no está en nosotros mismos. Tenemos un Redentor que abraza nuestras dudas y nuestras sombras. Jesús victorioso en medio de las tormentas y los peligros del mundo. “¡Sálvame, Señor! Al momento, Jesús lo tomó de la mano y apenas subieron a la barca, el viento cesó”. Quiero decir que igual que el Señor tiene misericordia, ¿por qué no podemos tener esa misericordia con nosotros mismos cuando fallamos, cuando no estamos a la altura, cuando desconfiamos? Él sabe muy bien de qué barro estamos hechos. Alternamos entusiasmos y pasos sobre las aguas con fragilidades, inquietudes, miedos y naufragios. Pero ahí está Él tendiéndonos la mano. No va a permitir que nos hundamos. La clave está en Él, no en nosotros. ¿O es que queremos hacer inútil la Pasión de Cristo salvándonos a nosotros mismos? Dejemos de mirarnos el ombligo para levantar la mirada al Cielo, contemplar su poder y escuchar cómo nos dice con ternura: “Eres más hermoso de lo que te imaginas”; “eres mío”.
La clave no está en nosotros mismos. Nos lo muestran con claridad el “obrero de la última hora” y el “buen ladrón”. En la economía de la salvación la contabilidad no cuenta. Se saldan las deudas en cuestión de segundos si uno es capaz de reconocer su culpa, llorarla amargamente como Pedro, y levantar la mirada al Cielo para reconocer la santidad de Dios. No es que unos caraduras recorran en segundos lo que a otros les lleva toda una vida de fidelidad a la gracia. Es que al final lo que se pesa no son las muchas obras y los muchos frutos y virtudes, sino los corazones. La medida del amor. “Todos somos crucificados a muerte, condenados. Pero podemos estar a la derecha o a la izquierda según la posición de nuestro Corazón ante Cristo” (Luis María Mendizábal, Sermón de las siete palabras).