El primer domingo después de Navidad la Iglesia celebra el domingo de la Sagrada Familia, que la Iglesia aprovecha para exaltar a las familias y su función dentro de nuestra sociedad. Pero en la lucha entre el Bien y el Mal que ha existido en todos los tiempos, creo que nunca ha existido una ideología, como es la ideología de género, que intente tan abiertamente destruir el matrimonio, la familia y la maternidad, sirviéndose para ello de la ayuda de lo que hoy se considera políticamente correcto y que no es otra cosa sino lo moralmente incorrecto, es decir la pérdida del sentido del pecado, la permisividad social, el individualismo que piensa que el hacer lo que me dé la gana es un derecho, el materialismo, que no ha de confundirse con el legítimo deseo de tener una vida confortable, el secularismo, con su no tener en cuenta a Dios, y sin olvidar otras dificultades graves como puede ser el problema de la vivienda. Nunca antes hubo una ideología que pretendiera eliminar la diferencia entre varón y mujer hasta el punto de que yo pueda decidir libremente cuál es mi sexo, así como destruir todo criterio ético de comportamiento sexual.
Pero a pesar de los ataques que sufre, la familia es una entidad con futuro, porque es la base de nuestra sociedad y la mejor estructura para asegurar a los seres humanos la estabilidad y el confort afectivo y psicológico que necesitan para su adecuado desarrollo. Nuestra cultura occidental cristiana está basada en la familia y en las normas sexuales que hacen posible la familia, concretamente la monogamia. Según la exhortación de San Juan Pablo II Familiaris Consortio, la familia debe gozar de los siguientes derechos: “a) A existir y procrear como familia, es decir, el derecho de todo hombre, especialmente, aun siendo pobre, a fundar una familia, y a tener todos los recursos apropiados para mantenerla; b) a ejercer su responsabilidad en el campo de la transmisión de la vida y a educar a los hijos; c) a la intimidad de la vida conyugal y familiar; d) a la estabilidad del vínculo y de la institución familiar; e) a creer y profesar su propia fe y difundirla; f) a educar a sus hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores religiosos y culturales, con los instrumentos, medios e instituciones necesarias; g) a obtener la seguridad física, social, política y económica, especialmente de los pobres y enfermos; h) el derecho a una vivienda adecuada, para una vida familiar digna; i) el derecho de expresión y de representación ante las autoridades públicas, económicas, sociales, culturales, tanto por sí misma, como por medio de asociaciones; j) a crear asociaciones con otras familias e instituciones para cumplir adecuada y esmeradamente su misión; k) a proteger a los menores, mediante instituciones y leyes apropiadas, contra los medicamentos perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo etc.; l) el derecho a un justo tiempo libre que favorezca a la vez los valores de la familia; m) el derecho de los ancianos a una vida y a una muerte dignas; n) el derecho a emigrar como familia, para buscar mejores condiciones de vida” (nº 46).
La familia cristiana debe ir más allá de la familia nuclear replegada en sí misma, abriéndose a un humanismo universal que haga presente a la Iglesia en el mundo y trate de realizar las diversas dimensiones de la caridad, especialmente en el aspecto evangelizador de dar testimonio de Cristo y del amor en el mundo, pero sin olvidar tampoco sus responsabilidades laborales, sociales, culturales y políticas, especialmente en el campo de la política familiar.
Pero, además, la familia cristiana tiene una esencial dimensión eclesial, ya que necesita de la Iglesia para que ésta promueva sus ideales y ayude a los esposos y a las familias a entender cada vez mejor su vocación. A su vez, la Iglesia necesita de las familias cristianas, pues la vitalidad de la Iglesia está en gran medida vinculada a la vitalidad auténticamente cristiana de los matrimonios. Ya a finales del siglo IV, San Juan Crisóstomo dice que la familia es una “iglesia”. También documentos eclesiásticos de nuestros días presentan a la familia cristiana como “doméstico santuario de la Iglesia” (Concilio Vaticano II, decreto Apostolicam Actuositatem nº 11) o como “Iglesia en pequeño” (Familiaris Consortio nº 49). Y en el reciente sínodo de los obispos sobre los jóvenes se nos dice que las familias están llamadas a dar “testimonio del Evangelio mediante el amor recíproco, la procreación y la educación de los hijos” (nº 87).