Leo en estos días Casi (Libros del Asteroide), de Jorge Bustos, una crónica o reportaje que es también una obra de intención literaria (pero toda crónica o reportaje valioso debería tener esa intención) y se atreve a zambullirse en el océano de la pobreza; más concretamente en el fenómeno de lo que el autor llama 'sinhogarismo'. Bustos cuenta cómo, tras adquirir un piso en el centro de Madrid, empezó a descubrir –al principio con disgusto o desasosiego o leve repulsión, poco a poco con creciente piedad– a multitud de personas desastradas u ociosas, con aspecto en muchos casos de estar viviendo en la calle. Pronto descubre que cerca de su casa se yergue el Centro de Acogida San Isidro (conocido por su acrónimo, que cede su título a la obra), donde se albergan decenas de estos desheredados; y, arrastrado por la curiosidad, pero también por cierto dolor larvado o cierta enojosa mala conciencia, se lanza a escribir este libro, donde cede la voz a estos jirones de humanidad desahuciada, así como a las personas que los rescatan de la calle (si se dejan).
Casi es una obra muy interpeladora e incómoda, que pone rostro a esas vidas desdichadas de las que, por lo común, sólo tenemos noticia a través de las cifras estadísticas o del vistazo fugaz que les echamos por el rabillo del ojo, cuando las descubrimos acampando en un portal, envueltas entre harapos y cartones. Bustos también nos brinda cifras pavorosas en su obra; pero sobre todo pone rostro cierto y sangrante a esas cifras, que es lo más conmovedor de su obra (en donde, sin embargo, no hay sentimentalismo alguno). Las razones por las que multitud de personas terminan en la calle son variopintas (descalabros económicos, rupturas familiares, violencia, adicción a las drogas y al alcohol…); pero todavía más variopintas son las personas que componen esa multitud, que no son siempre marginales, sino también diseñadoras de joyas, pintores, profesores, gentes de los más diversos oficios y profesiones a quienes la vida tendió una trampa, arrojándolos a la intemperie y a la pobreza.
Bustos rehúye en la obra las generalizaciones y apriorismos ideológicos, para narrarnos la epopeya íntima de unas vidas que tienen algo de pecios de un naufragio, salvados o siquiera socorridos por el personal de estos centros de acogida. Aunque el autor encomia la abnegación y entrega de estos modernos mercedarios que rescatan a la gente sin hogar de la calle, no se le escapa que esa marea de humanidad magullada en nuestras ciudades no hace sino crecer, que la soledad indeseada no hace sino extenderse entre la población, que la quiebra de los vínculos comunitarios se torna cada vez más evidente; y es normal que así suceda, porque allá donde no existe conciencia de una paternidad común es muy difícil que la gente sienta al prójimo (sobre todo si es un prójimo que huele que apesta) como un hermano. Por supuesto, se pueden organizar redes asistenciales cada vez más eficaces; pero la marea de humanidad magullada que no deja de crecer acabará siempre desbordándolas. Y, además, el mero ejercicio de la virtud acaba engendrando tedio cuando le falta un sustento sobrenatural.
Sospecho que, a la postre, sólo ese sustento nos puede ayudar a amar la pobreza y a quienes la padecen. Sólo así la pobreza se puede poner en el centro de nuestra vida moral, sólo así puede concernirnos plenamente. Si uno no ve en un pobre el rostro de Dios termina, antes o después, viendo un detrito, o siquiera un engorro. Porque la cruda verdad es que los pobres huelen mal, están sucios, incuban enfermedades indiscernibles (pero todas ellas las imaginamos mortales o al menos asquerosísimas) y provocan repelús; y lo natural es rechazarlos (o, en el mejor de los casos, confinarlos 'filantrópicamente' en lugares donde no estorben ni nos amarguen la existencia). Como señalaba Léon Bloy, "una tribulación inminente y ciertamente espantosa le espera al hombre voluptuoso al que un pobre toca las ropas, mirándolo a los ojos". Porque, en efecto, la pobreza de quien lo ha perdido todo se contagia siempre a quien esa persona toca y mira a los ojos; es un contagio espiritual que provoca temibles cataclismos y catarsis interiores, porque nos obliga, de un modo u otro, a combatir esa pobreza.
Alguien que sabía mucho de la pobreza, porque la adoptó como forma de vida, nos advirtió que pobres siempre habría entre nosotros. Así que la mejor manera de combatir la pobreza no es pretender ilusamente acabar con ella –como hacen las nefastas utopías ideológicas–, sino hacerla nuestra, para que los pobres sean uno más con nosotros, uno más de nosotros. De ese cataclismo interior trata, en el fondo, la obra de Jorge Bustos.
Publicado en XL Semanal.