En las últimas semanas del año pasado ha saltado la noticia de que la canonización del cardenal John Henry Newman está más próxima que nunca tras haberse aprobado un nuevo milagro. Newman es una figura de la Inglaterra del siglo XIX, teólogo y maestro de las letras inglesas, convertido del anglicanismo al catolicismo, y todo un punto de referencia para un verdadero cristiano.
Newman vivió tiempos difíciles para un creyente, aunque fueran los tiempos en que su país se había convertido en la primera potencia global. Esto era algo para llenar de orgullo a un pueblo, y de paso a ciertos intelectuales, hasta el punto de suponer que Gran Bretaña había sido la elegida para difundir por el mundo los valores occidentales, aunque dichos valores estaban siendo supeditados a la filosofía imperante del utilitarismo. Se daba en aquella época una extendida postura: la de dejarse llevar por la vanagloria del imperio y rendir a la vez culto incondicional al progreso técnico, lo que dejaba pocos huecos en el espíritu para abrirse a la trascendencia. Por lo demás, también estaba el otro extremo: el de los asustados por el avance, supuestamente implacable, de una mentalidad materialista, que se apegaban a un fideísmo cómodo para huir de las realidades externas del mundo.
Este falso dilema entre la razón y la fe, que también se da en nuestro tiempo, no podía ser aceptado por un intelectual como Newman, que rechazaba la pretensión de oponer la religión al conocimiento. Así lo expresa en su Idea de la Universidad (1852), donde no concibe esta institución como una mera enseñanza de saberes instrumentales ni como una academia distinguida para jóvenes elitistas. Nuestro futuro santo estaba convencido de que una recta razón puede acabar llevando la mente a la fe católica, aunque tampoco confiaba en optimismos ingenuos, pues no siempre la razón toma una dirección recta y satisfactoria.
Quien no quiera elegir entre el racionalismo y el fideísmo sentimental, acaba siendo víctima de la incomprensión de los dos bandos. Le sucedió a Newman, aquel hombre de apasionada paciencia, en palabras de Chesterton, pues se vio acusado de hipócrita y de taimado por quienes no estaban dispuestos a dejar a un lado sus prejuicios anticatólicos. Sin embargo, Newman no había ido a la Iglesia de Roma a buscar la paz para sí mismo y alejarse de los problemas. Un clérigo anglicano convertido como él al catolicismo solamente podía buscarse más problemas, según reconoció Chesterton con su habitual sentido común. La actitud del converso puede explicarse desde el recuerdo de una célebre cita de Aristóteles que aparece en Apología pro vita sua, su gran autobiografía, un libro en que no oculta las sombras de sus dudas y debilidades. Newman, al igual que el citado filósofo griego, se consideraba amigo de todos, pero era más amigo de la Verdad. Es muy significativo que, en 1845, año de su conversión, publicara Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, desde donde apremia al lector de cualquier época a no refugiarse en el pasado ni a considerar que es verdad aquello que él quiere que sea, porque «el tiempo es breve, y la eternidad es larga».
John Henry Newman estaba llamado a ser un signo de contradicción en una época de gran desfase entre la teoría y la práctica. La sociedad victoriana pretendía vivir inmersa en la moralidad, pero realmente profesaba la religión del utilitarismo. Chesterton advirtió de esta esquizofrenia en sus ensayos literarios. La vio, por ejemplo, en la trágica historia del doctor Jekyll y Mr. Hyde, escrita por Robert Louis Stevenson. Es cierto que algunos intelectuales de fines del siglo XIX denunciaron la hipocresía y el utilitarismo inhumano del momento, pero se limitaron a presentar como alternativa el ansia de una rabiosa independencia y la excentricidad, rasgos del decadentismo entonces en boga. Con todo, el irracionalismo victoriano, por mucho que fuera acompañado de la ciencia y la técnica, tenía que desembocar en imágenes de mundos pavorosos como los de las novelas de Herbert George Wells, a la vez adversario y amigo de Chesterton. La máquina del tiempo, La guerra de los mundos o La isla del doctor Moreau eran el preaviso de épocas que dejarían de lado la racionalidad. Pese a todo, y desde diferentes perspectivas, Newman y Chesterton, incómodos profetas en su tiempo, supieron defender el imperio de una recta razón que no ha de entregarse a las nuevas supercherías.
Publicado en la revista El Pilar, marzo de 2019.