Existe, por un lado, la desesperación angustiada y virulenta del hombre que, después de matar (imaginariamente) a Dios, se rebela desgarradamente contra las calamidades que asedian su vida desalmada y se revuelve frenético, lanzando de vez en cuando blasfemias que suenan como ladridos desamparados. Y existe, por otro lado, una desesperación tranquila y chill out, la desesperación coronada de buenrrollismo, con la que se trata de camelar a las masas cretinizadas, manteniéndolas entretenidas con todo tipo de bazofias inanes, desde diversiones plebeyas hasta morfinas que acallen los dolores físicos y espirituales, desde derechos de bragueta que conviertan los genitales en mecanos reconvertibles (¡y con perspectiva de género, oiga!) hasta bisturíes que borren las arrugas y los michelines. De este modo, se logra que la desesperación de las masas cretinizadas viva cómodamente en una habitación climatizada y con hilo musical.
Una y otra forma de desesperación delatan la incapacidad para afrontar la muerte con esa naturalidad que sólo tiene quien se ha preparado para recibirla. En la desesperación primera todavía resta un adarme de grandeza; y hasta puede que el desesperado que ladra blasfemias acabe entonando afónico una plegaria, antes de que se lo trague el lago de fuego y azufre. Quien cae en la desesperación segunda está, por el contrario, infaliblemente condenado; pues en esa habitación climatizada no se puede advertir que afuera está bullendo el lago de fuego y azufre. Estas dos formas de desesperación se aprecian en la crisis provocada por la epidemia de coronavirus. La desesperación virulenta se desahoga en la cochiquera de las redes sociales, hormiguero de todas las histerias, donde borbollonean las hipótesis conspiranoicas y se culpa a todo bicho viviente de la «nefasta gestión», de la «falta de reacción», de la «incompetencia» médica o gubernativa que no ha conseguido desarrollar un bálsamo de Fierabrás contra la plaga. Pero en esta desesperación virulenta, con ser patética, todavía hay un rescoldo de grandeza, extraviada y hecha añicos, que es la grandeza del gallo descabezado (pues no otra cosa es el hombre que ha perdido la fe).
Pero mucho más grimosa es la desesperación coronada de buenrrollismo, que en esta crisis del coronavirus se expresa a través de matasanos, lideresos y lideresas de opinión y otros soplagaitas y planchabragas varios que llaman a la calma. Pero ninguno de estos chisgarabises sabe absolutamente nada sobre el coronavirus: ignoran cómo ha surgido, cómo se contagia, cómo se cura, cómo se previene; ignoran si su pujanza durará dos meses o dos siglos; ignoran si dejará secuelas o producirá recidivas; lo ignoran todo, los baldragas y baldragos, pero salen tan tranquilos -desesperación chill out- a las tribunas, a decir inanidades -«todo está bajo control»- rebozaditas de cientifismo que las masas cretinizadas se tragan como el niño se traga los mocos. La desesperación de estos bellacos es la verdaderamente execrable; y conviene huir de su contagio como de la peste. Pues su objeto es mantener a las masas cretinizadas en la inopia, haciéndolas creer que basta poner el hilo musical para exorcizar la muerte.
Pero la muerte siempre nos alcanza. Por eso los hombres esperanzados, en lugar de patalear virulentamente o refugiarse en el buenrrollismo coronado, se enfrentan a ella con naturalidad; y cuando la muerte cree que ya los ha pillado le hacen un quiebro, salvando su alma. Que es lo único que nos ha sido dado salvar; porque la muerte del cuerpo, por contagio de coronavirus o por la angustia de evitar el contagio, acabará pillándonos. Feliz Cuaresma para todos los desesperaditos y las desesperaditas.
Publicado en ABC.