Era un niño de 77 años, pero era un niño. Estoy hablando de Alfonso Simón, que era todo un sabio como doctor en Teología Bíblica por la Pontificia Universidad Santo Tomás de Roma (conocida como el Angelicum), así como en otros saberes, pero que será recordado por todos por una cualidad escasa en nuestros días: su corazón de niño, su bondad y su ingenuidad. Una cierta ternura infantil, liberada de malicia, que nos llevó a muchos a pensar si acaso Alfonso debía de ser alguien especialmente bendecido por carecer de pecado original.
Le gustaba recordar un encuentro que tuvo con san Juan Pablo II en el Vaticano. El Papa había tenido una reunión privada con los obispos de Madrid y a Alfonso, estudiante por aquella época en Roma, le habían invitado para que se incorporara al grupo al terminar. Llegó a la carrera, con cierto agobio, pensando que no alcanzaba a saludar al Papa y, al verlo un tanto desencajado, Juan Pablo II le preguntó: «¿De dónde viene?». «De un examen, Santidad». «Ah, un examen de conciencia». Alfonso soltó una carcajada y le explicó en qué estudios estaba metido.
Otro de los dones que tenía Alfonso era su sentido de servicio. Para él no había compartimentos estancos en la vida. Su sacerdocio lo vivía con generosidad, sin importarle las horas. En los veintitantos años que estuvo trabajando en Alfa y Omega era el chico para todo. Podía estar horas y horas corrigiendo el semanario hasta la última coma, escribir un editorial, lanzarse con un Gonzalo de Berceo o acudir al ABC para solventar un contratiempo de última hora. Alfonso estaba en misión de servicio las 24 horas del día. Y toda esa tarea la realizaba con gran humildad y sin buscar la gloria personal, a pesar de ser delegado episcopal para Alfa y Omega (1994-2015). Con Miguel Ángel Velasco, director del semanario y maestro de tantos periodistas, formó un tándem perfecto, de complementariedad total y de apoyo mutuo, trabajando siempre con una lealtad sin límites.
También fue beneficiosa su presencia en la redacción y su trato humano y cercano con todos los redactores y colaboradores del semanario. Llegaba Reyes y todos los trabajadores se encontraban año tras año, a modo de tradición sacrosanta, un regalo personalizado con un tarjetón de su puño y letra y una figura en forma de ángel. Era su forma de manifestar lo que le importaban cada uno de sus compañeros. Ahora, pasados unos años, son varios los periodistas o secretarias que vivieron esa época del semanario y que ponen en valor cómo la presencia servicial y cercana de Alfonso lograba crear un buen ambiente en la redacción, solventando las pequeñas dificultades de convivencia, gracias a ese clima de cristianos que viven como hermanos.
Alfonso vivió una buena parte de su vida sacerdotal dedicada a la evangelización periodística en Alfa y Omega. Hoy es un semanario consolidado y de prestigio, pero hace 25 años, cuando nació el proyecto en La Información de Madrid, era una aventura frágil y pequeña, por cuya existencia casi nadie daba un duro. En aquella época, huérfana de apoyos internos y con dificultades de todo tipo, Alfonso, con ese corazón de niño, también mostraba una firmeza de roca para defender esa loca hazaña de tener todas las semanas unas páginas con las que comunicar el acontecimiento cristiano que había aprendido de don Giussani, de sus compañeros de Comunión y Liberación, de su profesor del seminario don Mariano o de su tío sacerdote.
Alfonso era un buen comunicador, escribía bien y tenía una cabeza muy bien amueblada… pero, sobre todo, era sacerdote. Esa era su principal misión: llevar a Cristo a los demás. A lo largo de su vida pudo celebrar unas 19.000 Eucaristías, además de confesar a cientos de penitentes y darse atracones de cinco o seis horas sin levantarse del confesionario. Así era Alfonso: generosidad sin límites y pocas quejas.
Uno de sus encargos pastorales que más disfrutaba era la Cristoteca. Cuando Alfonso estaba entusiasmado con alguna tarea no hacía falta que le preguntaras nada, él te lo contaba con pasión, sin mediar palabra. Y la Cristoteca era una de sus pasiones. Como rector del templo de Nuestra Señora de Lourdes y San Justino, en el barrio de Batán, acogía los primeros sábados de mes, el Jueves Santo y la Nochevieja una adoración al Santísimo, con Eucaristía, rosario y música de alabanza durante toda la noche. A esa Cristoteca acudía gente de la Renovación Carismática, vecinos del barrio, expresidiarios y otras personas. Y ahí estaba Alfonso para acompañar, sugerir, confesar y dar esperanza cristiana a todos.
Ha muerto Alfonso Simón, un sacerdote con corazón de niño.
Álex Rosal es director de Religión en Libertad.
Publicado originariamente en Alfa y Omega.