El Papa Francisco está dedicando las últimas catequesis de los miércoles a hablar de la ancianidad e, incluso, con motivo de la II Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores, que se celebrará el próximo 24 de julio, la Penitenciaría Apostólica ha concedido una indulgencia plenaria "a los abuelos, a los ancianos y a todos los fieles que, movidos por el verdadero espíritu de penitencia y caridad", participen en la "solemne celebración que el Santo Padre Francisco presidirá en la Basílica Papal del Vaticano o en las diversas celebraciones que tendrán lugar en todo el mundo". Esta gracia se concede también el mismo día a los fieles que dediquen "un tiempo adecuado a visitar, de forma presencial o virtual, a través de los medios de comunicación, a los hermanos ancianos en situación de necesidad o dificultad (como los enfermos, los abandonados, los discapacitados)".
Todo ello apela a mi experiencia personal, ya que, por motivos familiares, me toca frecuentar las visitas a un centro o residencia de ancianos, donde se palpa de cerca la otra cara de esta vida, la cara de la cruz, a veces, en expresiones muy acentuadas. Y, sin embargo, en medio del dolor, emociona comprobar la fidelidad, los cuidados e, incluso, las caricias y expresiones de cariño de los seres cercanos a dichas personas mayores. Cuando uno ve con sus propios ojos el testimonio de uno y más maridos que están con su esposa hasta el final (y viceversa), con lo fácil que podría ser, quizá, ceder a la tentación de buscarse otra compañía u otras compensaciones; cuando uno ve la fidelidad de unos hijos que no abandonan a sus padres, sino que los cuidan y acompañan con amor, los visitan diaria o muy frecuentemente; cuando observa que hay nietos que siguen yendo a ver a sus abuelos..., no puede menos que cerrar los ojos, casi contener las lágrimas de emoción y felicitarse porque, gracias a Dios, todavía hay bien y esperanza en este mundo; porque se hace verdad aquella expresión de que hay enfermos incurables, pero no existen enfermos incuidables.
La capacidad de dar y recibir cariño es lo último, creo, que pierde el ser humano y lo más acorde con su dignidad, la cual no se menoscaba por el hecho de que disminuya o se anule la calidad de vida, sino, más bien, al contrario: cuando ya nada queda en la persona, cuando en ella todo se reduce a lo esencial (simplemente, a existir), la fuerza redentora y vivificadora del amor revaloriza, pone más de relieve, aquella dignidad humana profunda e inviolable. Al final, es el amor el que redime o salva al mundo: una simple sonrisa, un gesto de coger la mano, una caricia, una conversación (si se puede) comprensiva y amable... constituyen para el anciano y para el enfermo un gran alivio y una gran "medicina" psicológico-emocional en este tiempo de postración, que, para él, claramente, es antesala del final y, por lo tanto, período de purificación. Cada vez más me pregunto si, visto desde la perspectiva divina y desde la fe, este ocaso de la vida, en el fondo, puede ser una profunda misericordia de Dios (aunque suene extraño), que atenúe o elimine (según los casos) un posible purgatorio futuro mucho más severo.
Para los cristianos, visitar a un enfermo (lo mismo en un hospital que en un asilo de ancianos; se trate de un familiar, de un amigo o de un desconocido) es una obra de misericordia a la que, por otra parte, podemos dar un sentido o finalidad sobrenatural, es decir, ir más allá de lo meramente humano o natural (la visita, cuidados y cariño a nuestro pariente, amigo o desconocido), para pensar que visitamos, cuidamos y amamos a Cristo mismo, presente de forma real y misteriosa en la persona que sufre. Recordemos las palabras del Señor en el Evangelio: "Estuve enfermo y me visitaste", "lo que hicisteis a uno de estos, a mí me lo hicisteis". Es impresionante: podemos revestir o complementar lo natural con lo sobrenatural.
La misma Sagrada Escritura traza, por ejemplo, grandes promesas para los hijos que cuidan de sus padres y no los abandonan en su vejez; los evangelios indican, con toda claridad, que, si en el día del juicio queremos alcanzar misericordia de Dios por nuestros pecados, tenemos que practicar la misericordia con nuestro prójimo en la tierra, porque, con la medida con que midamos, seremos medidos. Por lo tanto, hay que ser misericordiosos si queremos alcanzar misericordia, de modo que, aunque las expresiones de esta última son múltiples (tenemos ocasiones constantes, diarias, para ponerla en práctica), la de visitar enfermos, darles consuelo, cariño y alivio... parece particularmente importante.
Además, no solo hace bien a los destinatarios de la buena obra, sino que humaniza a sus autores, les hace mejores personas y les hace crecer. Es como si el vaso de nuestro corazón se ensanchara y, dando amor, en él se vertiera más amor y más capacidad de amor. En realidad, se cumple la solidaridad e interdependencia querida por Dios, según la cual el que tiene más debe dar al que tiene menos y así, en este caso, el que tiene más salud puede y debe ayudar al que tiene menos o está aquejado por la enfermedad.
Por eso, si algún lector tiene alguien cercano mayor o enfermo en una residencia, hospital o domicilio y no le visita (o le visita poco), plantéese rectificar y pregúntese si, cuando llegue a la misma edad, le gustaría sentirse solo, no sea que ocurra aquello de que, de lo que se siembra, se cosecha; y, en todo caso, Dios, que no se deja ganar en generosidad, pagará de modo sobreabundante aquello que hicimos por cada uno de nuestros hermanos (próximos o lejanos) y que, en el fondo, se lo hicimos a Él mismo.