En la confusión del momento histórico que estamos viviendo, algo parece claro y establecido: al católico que se muestra como lo que es no se le considera un ciudadano como los demás. Quien se confiesa católico es considerado enseguida como alguien parcial, y por tanto su opinión ya no se juzga “objetiva” ni “cuenta” entre las opiniones en liza precisamente porque se la considera parcial.
Si un católico dice que la vida debe siempre ser protegida, no se va al fondo de las razones de esa afirmación, sino que se dice, con condescendencia: “Sí, vale, lo dice porque es católico”, subrayando que esa opinión no es objetiva, no es laica y, por tanto, no debe ser tomada en consideración. Lo mismo sucede si se habla de la familia, del matrimonio, de la libertad de enseñanza. Lo único que se acepta de los católicos es su dedicación a quienes ellos consideran “los últimos”, reduciendo así a los católicos a una “cruz roja” silenciosa.
En suma: los católicos, al ser parciales, no tienen derecho a participar en los debates culturales (cada vez más raros, por lo demás) ni en las discusiones sociales y políticas. Quien cree en Kant –como si no fuese, también él, parcial– tiene derecho a la palabra y es tomado en serio y considerado objetivo, por el simple hecho de que expresa pensamientos pensados por sí mismos y que no proceden de una auténtica experiencia vital. Pero el caso de Kant sería, al menos, algo serio.
El problema es que en el mundo cultural laicista se pueden escuchar las voces más extrañas y extravagantes, salvo la del católico. Se toma más en serio a los astrólogos, a los dietistas de toda clase, a los biólogos que retuercen la naturaleza, a los artistas enloquecidos, a los periodistas que se inventan las noticias… que a los católicos confesos, quienes no pueden ser objetivos porque ellos miran a Jesús, ese desconocido. A menudo me pregunto el porqué de esta situación.
Creo que la respuesta es muy difícil de encontrar: en cualquier caso, es evidente que se trata de una victoria del pensamiento iluminista dominante, victoria determinada por muchos factores, entre los cuales el principal tal vez consista en la consideración que ha introducido el pensamiento racionalista, según la cual solo el producto de la cabeza del hombre tiene auténtico derecho de ciudadanía. Lo que proviene de “otro” carece de suficiente dignidad para ser admitido en el concierto de los “inteligentes” y, en el fondo, del poder.
Solo hay algo peor que la situación que acabo de describir. Y es que muchos católicos, para intentar salir de este ostracismo, hagan de todo para ser aceptados por el “mundo” y diluyan su pensamiento reduciéndolo a lo que admita el laicismo. Obrando así, hace ya demasiado tiempo que los católicos no consiguen ser protagonistas de la vida cultural, lo cual, a la larga, debilita la presencia efectiva de todo el corpus cristiano.
Para volver a influir en el pensamiento, tendremos, por encima de todo, que vivir concretamente la unidad que nos fue ordenada por Cristo, y luego soportar el sacrificio del exilio, como soportaron los mártires (casi siempre con serenidad) el sacrificio de su vida, con tal de permanecer fieles a Cristo y a todo lo que proviene de Él. Pero el martirio el algo incómodo, y el aburguesamiento de los católicos ya no lo contempla entre las posibilidades de la vida cristiana.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.