Tras la fumata blanca apareció en el balcón de San Pedro "un humilde trabajador de la viña del Señor". Era el cardenal Ratzinger, y la gran pantalla de televisión que teníamos en el trabajo atrajo a una buena cantidad de gente ansiosa por saber más del nuevo Papa. Como suele ocurrir casi siempre, aquellos colegas que se proclamaban públicamente como agnósticos o ateos eran los que mas tenían que decir. No habían leído una sola línea de los escritos del nuevo Pontífice, no ya un libro suyo, no; digo: ni-una-sola-línea-de-sus-textos, y verbalizaban a voces una caricatura del personaje por cuatro cosas que habían leído por ahí de otros colegas, que a su vez, habían picoteado de otros que escribieron no sé qué de forma superficial y con grandes dosis de ignorancia. Estoy hablando de la redacción de un periódico de Madrid, en 2005. Perdón, de una pequeña parte de ella, pero verdaderamente ilustrativa del sentir de lo que pensaban una gran mayoría de comunicadores e intelectuales en nuestro país.
Ratzinger era el enemigo a batir por la intelligentsia. A pesar de su aspecto frágil, sus modales amables y su brillantez teológica, la gente del poder, da igual la ideología, tuvieron la certeza de que estaban ante otro Papa libre, como San Juan Pablo II, capaz de defender la fe de los débiles con determinación y de enfrentarse a las poderosas corrientes ideológicas sin miedo a ser cancelado o ridiculizado.
Ahora las reacciones a su muerte son contenidas y amables, pero en el 2005 acogieron al nuevo Papa con grandes dosis de hostilidad, cuando no de odio. La mayoría de los medios de medio mundo casi utilizaron los mismos argumentarios, y a los mismos entrevistados, para descalificar a Benedicto XVI. Todo aquel que tuviera un mínimo de sensibilidad por la verdad tenía que estar abochornado por ese despliegue dirigido y estratégico de críticas a su persona.
Ratzinger no se iba a arrodillar ante el mundo, y su martirio diario se iba a intensificar en la silla de Pedro. No hay que olvidar que a los profetas siempre se les ha maltratado. O se les tira piedras o se les despeña por un pozo. El Antiguo Testamento está repleto de historias de profetas que no terminaron bien sus días. Lo que dicen molesta, y desde su responsabilidad como prefecto de Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger había ejercido como un humilde profeta que, sin levantar la voz, había señalado todo aquello que podía trastocar la fe de los sencillos.
"La palabra de la Escritura es actual para la Iglesia de todos los tiempos -señalaba Joseph Ratzinger a Vittorio Messori en Informe sobre la Fe- como sigue siendo siempre actual la posibilidad para el hombre de caer en el error. Por lo tanto, tiene hoy también actualidad la admonición de la segunda carta de Pedro a que nos guardemos 'de los falsos profetas y de los falsos maestros que inculcarán perniciosas herejías'. El error no es complementario de la verdad. No olvidemos que, para la Iglesia, la fe es un bien común, una riqueza que pertenece a todos, empezando por los pobres y los más indefensos frente a tergiversaciones; así que defender la ortodoxia es para la Iglesia una obra social en favor de todos los creyentes".
No es de extrañar que en la Misa de entronización como nuevo Papa hiciera una petición expresa: "Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos". Ya había experimentado en carne propia la presión de los lobos a su persona, pero mantenía una extraña serenidad. Le acechaban los lobos desde hacía décadas, pero seguía manteniendo un espíritu optimista. "Hoy más que nunca el Señor nos ha hecho ser conscientemente responsables de que sólo Él puede salvar la Iglesia. Esta es de Cristo, y a Él le corresponde proveer. A nosotros se nos pide que trabajemos con todas nuestras fuerzas, sin dar lugar a la angustia, con serenidad del que sabe que no es más que un siervo inútil, por mucho que haya cumplido hasta el final con su deber. Incluso en esta llamada a nuestra poquedad veo una de las gracias de este periodo difícil. Un período en el que se nos pide paciencia, esa forma cotidiana de un amor en el que están simultáneamente presentes la fe y la esperanza".
En otra ocasión, viendo a su alrededor que ganaba un cierto clima de desesperanza ante el avance del mal en el mundo, escribió: "Domina la impresión de que crecen los poderes oscuros, de que el bien es impotente. ¿Podrá el bien conservar su sentido y su fuerza en el mundo? En el establo de Belén ha sido puesta la señal que nos manda que respondamos 'sí' llenos de alegría, pues el Niño que hay en él -el Hijo unigénito de Dios- es presentado como signo y garantía de que, a la postre, Dios tiene la última palabra en la historia universal: Él, que existe y que es la verdad y la vida".
Y ya en sus últimos años, ante un sostenido pesimismo que se había instalado en algunos ambientes católicos, recordó: "No tengáis miedo al mundo, ni al futuro, ni a vuestra debilidad. El Señor os ha otorgado vivir en este momento de la historia, para que gracias a vuestra fe siga resonando su Nombre en toda la tierra".
Ha muerto Benedicto XVI, el Papa de la esperanza. Y a esos colegas míos, descreídos e ilustrados, a veces un tanto bravucones, que han sido contaminados por las fake news de la época sobre un hombre sabio, bueno y humilde, cuyo legado se irá acrecentando a medida que pase el tiempo, solo les diría que Joseph Ratzinger tuvo un don que brilló a lo largo de toda su existencia: vivió poniendo toda su confianza en Dios.
Álex Rosal es director de Religión en Libertad.