Decía el escritor portugués Fernando Pessoa que “en todo momento puede arribar lo que nos cambia completamente”. Así sucedió con la pandemia. Nadie la vio venir. Ni la OMS, ni la Unión Europea, ni el gobierno, ni mucho menos, los ciudadanos de a pie.
Todos creíamos que era un cuento chino, o como mucho, una peste que se autoconfinaría dentro de las fronteras del país de la Gran Muralla, los guerreros de terracota y el Kung Fu. Pero no fue así. Dotado con una clara vocación imperialista (¡tenía que ser chino!), el pequeño dragón coronavírico en pocos meses conquistó el mundo. Luego de unas fuertes escaramuzas provocadas -casi a modo de ensayo- en Irán, Corea, y Singapur, avanzó con paso firme sobre los países miembros de la OTAN (y adyacencias), y los ocupó casi sin encontrar resistencia. No podía ser de otra manera, los occidentales, cegados por nuestro “delirio de omnipotencia” (Raniero Cantalamessa dixit), subestimamos hasta la náusea al oriental microscópico, y semejante arrogancia nos pasó factura. El virus llegó repentinamente poniendo en evidencia nuestra vulnerabilidad y, aislándonos en nuestras casas (sí, al igual que como se aíslan los virus en los laboratorios), nos mandó al rincón de pensar.
Nos mandó al rincón de pensar y nos arrebató el futuro, porque tiró por la borda todos nuestros proyectos, planes, agendas, y cálculos de occidentales autosuficientes y con trastorno de hiperactividad. El futuro, en efecto, es una tensión hacia adelante, un movimiento desde lo que es hacia lo que será. El futuro se expresa en frases como “el próximo domingo iré a la manifestación” o “nunca burlaré el confinamiento”, y tiene relación con lo previsible, con lo programado, con la orientación de nuestras acciones. El futuro tiene que ver, en definitiva, con lo que podemos controlar. La civilización occidental, en su empeño por controlar la realidad, sólo pensaba en términos de futuro. Las políticas antinatalistas y de género, como así también la eutanasia, son ejemplos de esta obsesión por el control. Una obsesión que alcanza niveles extremos con el proyecto transhumanista que aspira a convertirnos en posthumanos (seres más parecidos a una divinidad que al hombre).
La civilización occidental encerró la realidad en sus propios esquemas mentales partiendo del dogma de que todo es una construcción humana, un producto cultural… y se emborrachó de futuro. Inventó utopías/ideologías como el cientificismo, el liberalismo, el comunismo, el nacionalismo, la idea de “progreso”, etc., todas ellas sucedáneas de la religión, y destinadas a construir una especie de paraíso en la Tierra. Mató a Dios, negó la naturaleza, y se empeñó en salvarse por, y desde sí misma. En otras palabras, se aferró al futuro sin más.
Y en medio de ese infernal trasiego de agendas y programas que iban y venían -en ocasiones aliándose, en otras confrontando-, irrumpió sorpresivamente el pequeño dragón coronavírico para arrebatarnos el futuro y dejarnos desnudos ante el porvenir. Desnudos y ojipláticos como Adán después de engullir su tarta de manzana. ¿Y por qué nos dejó con esa sensación de desnudez? Porque en el desesperado intento por controlar nuestro destino habíamos condenado el porvenir al ostracismo. Habíamos rechazado aquello que nos pone ante el horizonte de lo imprevisto y de lo no controlado. Porque eso es el por-venir, lo que viene hacia nosotros, lo que sale a nuestro encuentro. El porvenir es lo que irrumpe en nuestras vidas “…como el relámpago en cualquier tormenta, fracturando la noche”, según el filósofo Fabrice Hadjadj.
Así es como salió a nuestro encuentro la pandemia. Ingresó abruptamente en este templo de adoración a la humanidad en que se convirtió Occidente (como hace la policía en los templos católicos europeos para suspender las misas), y nos recordó, de forma muy dolorosa, que el porvenir también existe. Que nuestra historia es resultado de un sofisticado juego dialéctico entre el futuro y el porvenir. Entre nuestros cómputos y previsiones, y lo que nos acontece desde un excedente de realidad que no dominamos. Precisamente por eso, a las personas de fe se nos insta a decir “mañana iré a tal lugar” o “el próximo semestre haré tal cosa”, pero con un añadido, “si Dios quiere” o “Dios mediante”. Porque ciertamente, no se trata de elegir entre el futuro o el porvenir, sino de entender que se implican mutuamente, aunque con una salvedad, como observa Hadjadj: es el futuro el que se encuentra subordinado al porvenir, y no al revés. Quizás este tiempo en el rincón de pensar nos ayude a entender que una civilización aferrada al futuro, una civilización que niega lo que proviene de más allá de sus propias estimaciones, como esa persona que se tapa los oídos y canta a los gritos para no escuchar lo que puede trastocar sus esquemas; decía, quizás podamos entender que una civilización así está condenada al fracaso. Y en el mejor de los casos, quizás podamos superar el amargo secularismo que nos corroe por dentro abriendo una ventana a Dios, que no está en el futuro, sino que es absoluto porvenir.
Publicado en Revista Palabra.