Cierta derecha quiere hacer creer a sus adeptos que el llamado ‘marxismo cultural’ está imponiendo una agenda contraria a la familia y la vida, con el evidente propósito de evitar que reparen en la auténtica filiación de esta agenda. Pues el llamado ‘marxismo cultural’ no es, en realidad, más que liberalismo consecuente; y si los progresistas se muestran más voluntariosos y pugnaces en llevar a cabo esta agenda que los melindrosos y timoratos conservadores es porque las dinámicas propias de la revolución así lo exigen. Los progresistas son la vanguardia que avanza abriendo brecha; los conservadores la retaguardia que consolida los avances.
Reparemos, por ejemplo, en la eutanasia que está a punto de imponerse por ley. Nuestros antepasados soportaban con mayor o menor resignación el sufrimiento causado por la enfermedad porque creían que, además de completar los sufrimientos del Dios que se hizo hombre por su salvación, ese sufrimiento era una fruslería, comparado con la bienaventuranza que les había sido prometida tras la muerte. Y, para ayudarles a sobrellevar el sufrimiento, nuestros antepasados contaban con una comunidad que cuidaba de ellos y les brindaba consuelo. Pero el liberalismo impuso la premisa de que somos más plenamente humanos cuanto más nos liberamos de toda tradición y comunidad; o, en todo caso, cuando elegimos la ‘tradición’ y la ‘comunidad’ que nos apetecen, desde una posición de completa autonomía. Inevitablemente, en este nuevo contexto el sufrimiento es algo por completo absurdo que, además, se erige en una amenaza flagrante a nuestra autonomía personal. El hombre autónomo (¡autodeterminado!) que nace con el liberalismo se rebela contra el sufrimiento que regía en el viejo mundo gobernado por Dios; pero para ello debe reemplazar él mismo a Dios, tomando el control del destino humano. La confianza en la voluntad de Dios propia de nuestros antepasados se transforma en confianza en el conocimiento humano y en los avances científicos y tecnológicos que tal conocimiento procura.
Así, la medicina deja de desempeñar el papel que durante siglos o milenios se le encomendó, que fue la ‘cura’ (en el sentido de ‘cuidado’) de las personas enfermas; y se le asigna la misión de ‘cura’ (en el sentido de ‘eliminación’) de la enfermedad. El hombre moderno ya no necesita una comunidad que lo cuide cuando esté enfermo (y, cuando la necesita, descubre que no la tiene); y exige avances científicos y tecnológicos que le confirmen que la enfermedad puede ser eliminada, para poder tener el control de su destino. La enfermedad, para el hombre moderno, se convierte en un sinsentido que debe ser erradicado por nuestra racionalidad plasmada en los avances médicos. Pero, ¡ay!, resulta que todos nuestros avances médicos se muestran impotentes ante muchas enfermedades, que todos nuestros remedios se muestran ineficaces ante el sufrimiento. ¡Pero no podemos permitir que la ciencia se declare impotente! ¡Tenemos que hacerla potente al precio que sea! Nuestros antepasados sabían que llegaba un momento en que los médicos ya nada podían hacer por nosotros; y entonces había que esperar la muerte o el milagro. Nosotros exigimos a los médicos que actúen, para demostrar que la ciencia no es impotente ante nuestro sufrimiento. Puesto que lo hemos confiado todo al poder ilimitado de los avances científicos y tecnológicos alcanzados por el conocimiento humano, debemos someter nuestra vida a estos avances. Y si la medicina no puede procurarnos una cura, al menos debe procurarnos la muerte. Si la ciencia y la tecnología no pueden eliminar nuestro sufrimiento, ¡exigimos que nos eliminen con él! Antaño, cuando existía comunidad, la compasión exigía a quienes contemplaban el sufrimiento compartirlo; en el mundo instaurado por el liberalismo, la compasión exige eliminar el sufrimiento, aunque sea matando al sufriente, para demostrar que ejercemos un control absoluto sobre nuestro destino, para demostrar que podemos elegir libremente el momento y las circunstancias de nuestra muerte. Y así, además, a la vez que eliminamos el sufrimiento eliminando a los sujetos que lo padecen, logramos olvidar que nuestra pretensión de eliminar la enfermedad era quimérica.
La eutanasia es la respuesta lógica e inevitable del hombre moderno, cuando descubre que su pretensión de controlar su destino es un fracaso, cuando comprueba que la ciencia no lo ha liberado del sufrimiento y, en cambio, lo ha dejado más tirado que un perro, sin autoridad y sin tradición, sin Dios y sin comunidad. La eutanasia, en fin, es la estación final del hombre endiosado por el liberalismo.
Publicado en XL Semanal.