La civilización occidental, al menos en su banda tecnocientífica, se ha impuesto en todas partes. Es el modelo de producción que todo el mundo trata de copiar, de imitar, pero se olvidan que ese paradigma no es producto de hallazgos casuales, de invenciones fortuitas, sino resultado de una cultura, de una larga tradición –de una civilización– que no surgió de la noche a la mañana.
Según el gran historiador inglés Arnold J. Toynbee, del que me declaro deudor, en el choque o relación de dos civilizaciones, la civilización inferior o invadida tiende a escoger aquellos aspectos de la invasora y radioactiva que la puedan beneficiar, y rechazar lo que la incomoda o extraña, sólo que, de peldaño en peldaño, una cosa conduce a otra, una aceptación a la siguiente, hasta verse con el tiempo totalmente asimilada.
Esa especie de ley social es la que provoca espasmos o reacciones violentas contra la “invasión” cultural de Occidente en aquellas civilizaciones técnicamente inferiores. Es lo que le sucede a una parte del islam, que se resiste violentamente a ser de alguna manera avasallado por la cultura occidental. Acepta la técnica, los artilugios mecánicos, especialmente los bélicos –Toynbee llama a todo ello el saco de las herramientas–, pero no fabrica ni un solo tornillo para ser autosuficiente en su propia defensa.
La civilización occidental no ha surgido de la nada, ni, como he dicho antes, de manera repentina, sino de un muy largo proceso de crecimiento y maduración que viene de muy atrás si tenemos en cuenta los sucesivos ancestros: fenicios, griegos, romanos, etc., con aportaciones árabes, como la numeración arábiga, o el antiquísimo y gran invento de la rueda, que los nativos de las Américas desconocían.
La civilización occidental es hija de la Iglesia cristiana romana al decir de Toynbee –siempre Toynbee–, “bautizando” las culturas de los ancestros que la precedieron. Eso lo afirma un inglés supuestamente anglicano y, por consiguiente, nada amigo de los papistas. Los progresos de las ciencias náuticas que impulsaron portugueses y españoles (cultura católica) permitieron la navegación transoceánica (Colón, hermanos Pinzón, Magallanes, Elcano, etc.) y facilitaron la expansión de la cultura europea –fe incluida– por el mundo entero debido, precisamente, a su superioridad cultural.
Pero a esta civilización le han robado el alma poderosas fuerzas corrosivas, que a modo de termitas voraces están destruyendo sus raíces espirituales. No se trata, sin embargo, de invasores extraños procedentes de lejanas y desconocidas galaxias, sino personas conocidas con sus nombres y apellidos pertenecientes a movimientos perfectamente identificables e identificados.
Los que se han declarado enemigos y nos atacan obedecen a patrones totalmente secularistas. Por un lado tenemos a los epígonos del viejo marxismo, que ha fracasado en todas las naciones donde logró imponerse. Su materialismo histórico (sólo existe la materia) y su materialismo dialéctico (el espiritualismo es una simple emanación de hechos materiales) se oponen frontalmente a la concepción espiritual del hombre y a la sociedad así conformada. Como ha fracasado allí donde se implantó, siempre andan buscando la forma de destruir a sus contrarios, en particular a las sociedades de médula espiritual, a la vez libres y por ello prósperas. Haciéndolas fracasar pretenden justificar su propio fracaso.
En otro plano distinto pero con el mismo fin actúan las masonerías (hay más de una obediencia), que a causa de su secretismo y sectarismo congénitos tratan de introducirse en todas las instancias que generen poder, evidentemente para llevar el agua a su molino. De formas adaptables a cualquier circunstancia, la masonería tiene, no obstante, unos objetivos fijos: creada en 1717 al servicio de la corona británica anglicana, su fin principal consiste en corroer los cimientos de sus adversarios (dinastía de los Estuardos, Iglesia católica, es decir, papistas, reinos teóricamente católicos, instituciones católicas, etc.), mediante una constante actividad de zapa.
Su doctrina fundamental es el relativismo –frente a las verdades inamovibles del cristianismo–: todo en esta vida es relativo, todo, menos el principio absoluto de que todo es relativo. De modo que se convierta en agente o director en la sombra de aquellos movimientos y partidos políticos que pueda colonizar para imponer a la sociedad su laicismo sectario siempre que pueda dañar a su enemigo histórico: la Iglesia católica.
Así las cosas, me entristece ver que los nuestros, incluso algunos situados en altos estratos de la pirámide eclesiástica, o en todo caso con voz en la plaza pública, malgasten su talento y su compromiso cristiano en acometer lanza en ristre a neutros molinos de viento, como hacía el alucinado manchego. Que no, fraternos amigos, que no, que el capitalismo en sí no es enemigo nuestro, aunque puedan existir capitalistas agresivos y dañinos, ni el liberalismo actual, padre de la democracia vigente, es pecado.