Si el final del verano supone, para muchos, un periodo de nostalgia y metafísica existencial, casi machadiana, por la llegada del otoño y el final de una época de abundancia, el recuerdo de Chus Villarroel acentúa ese sentimiento en todos los que, de una forma u otra, le conocimos. Hace un año que partió a encontrase con el Padre. Un año también de aquel día posterior a su fallecimiento en el que trescientos hijos suyos –tantos y, a la vez, tan pocos en comparación con todos los que tiene diseminados por el mundo– nos reunimos en Ávila en lo que fue algo así como un anticipo del Cielo. Todo lo que sucedió aquellas horas, los encuentros con hermanos venidos de lejos, los cantos envueltos de abrazos y lágrimas en el tanatorio o la misa en Santo Tomás fueron una vivencia continua, real y profunda de alabanza y comunión.
Como todo lo que predicaba, su muerte no se quedó en un plano meramente teórico. Si para él fue la culminación del proceso de entrega del hijo que llevaba haciendo desde que se dio de bruces con la gratuidad en el seno de la Renovación Carismática –y que, lejos de detenerse, fue acelerándose con el tiempo–, para nosotros fue ocasión de experimentar aquello que el Señor nos tiene reservado el día que, al fin, podamos mirarle cara a cara.
Verle vestido de boda, con su hábito de dominico, rosario al cinto y rostro en paz, y a la vez inanimado, inmóvil y, en cierto modo, desnudo, nos hizo recordar lo que tantas veces le habíamos oído y que, inconscientemente, pensábamos que le íbamos a seguir oyendo siempre: que solo así, infinitamente pobres, totalmente despojados de nosotros mismos, Cristo puede hacerse realidad en nuestra vida. No hay encuentro con el Señor desde nuestras riquezas, nuestros méritos, nuestras medallas. Él sale siempre a buscarnos, pero solo desde el abandono más absoluto podemos acogerle.
Muchos de los que estábamos allí pudimos vivir un encuentro así gracias a que Chus nos mostró el camino. Como Moisés, Chus predicó la gratuidad durante cuarenta años, pero quizás él, a diferencia del patriarca, sí pudo ver cómo esta pasó de ser un concepto vago y temido a una realidad cada vez más viva y acogida en el seno de la Iglesia. No son nuestras obras ni nuestra virtud lo que nos lleva al Padre, sino la acogida, desde nuestra pequeñez, de la sangre que Cristo derramó por nosotros en la Cruz.
Estamos salvados gratuitamente por Jesucristo. Por un Jesucristo que nos ama y que, antes que como modelo, se nos ofrece como don. En nuestra pequeña humanidad, la suya resplandece. Sin Él, no podemos hacer nada. Es esto lo que Chus no se cansó de repetir. Ya fuera en alguno de los conventos de religiosas de nuestro país que le abrieron las puertas, en sus libros, en uno de los múltiples grupos carismáticos que tanto le querían o, cerveza en mano, después de haber experimentado como el Espíritu Santo ungía la alabanza, la predicación y los testimonios otro miércoles más en Maranatha –su casa y rebaño–, siempre volvía a ello.
Sus frases lapidarias, su personalidad sencilla y su profundo don de entendimiento, que le hacía ver al Señor detrás de cada anécdota o caso de actualidad, se juntaban en él cada vez que le era dada la palabra. Con un cariño inmenso acogía a todos los que, alguna o más veces, acudimos a él, especialmente a los más nuevos. Con el entusiasmo de un niño mezclaba en sus frases la fenomenología que descubrió en sus años de estudiante, la alegría humilde que siempre le acompañó y la profundidad de haber padecido él también en su carne «los mismos sufrimientos que Cristo».
Si Ávila fue un anticipo del Cielo aquel 31 de agosto fue porque Chus nos estuvo enseñando todo esto con paciencia infinita. Sintiéndonos salvados, sabiéndonos pobres, reconociendo en los otros el mismo barro frágil del que fuimos modelados nosotros, pudimos alabar al Señor por todo lo que hizo por medio de Chus y experimentar, en nuestra debilidad, la profunda y sobreabundante comunión con los hermanos que el Cordero nos tiene preparada para el día que nos toque a nosotros gustar del banquete eterno en sus moradas.