"Los crímenes y delitos no son las únicas obras de arte que salen de los talleres infernales, pero toda obra de arte divina o diabólica tiene una simplicidad esencial", decía el padre Brown, aquel clérigo con alma de detective creado por Chesterton en su faceta más novelesca. Da pavor pensar que algunos de esos talleres infernales de los que hablaba el padre Brown pudieran ser los colegios e institutos de enseñanza secundaria, o más aún, que pudieran estar por todas partes. Desde que el hombre moderno consideró a Dios como un prejuicio, no ha tardado en imponer los suyos. Por eso el creyente aún se atreve a asentir diciendo: "Sí, Padre, me quedo con tus prejuicios".
Leyendo un artículo de Fernando Savater, que responde al título de No, papá, en favor de la vuelta de la Educación para la Ciudadanía a la enseñanza, llamaron mi atención algunos argumentos expuestos a favor. Abría con un: "Los hijos deben conocer las alternativas a los prejuicios de sus padres". Cabe preguntarse si dar por sentado que los padres tienen prejuicios no será un prejuicio en sí. Los prejuicios siempre tuvieron padres, pero eso no prueba que todos los padres tengan prejuicios. Véase que el prejuicio no tiene sesgo conocido, solo es una mercancía intelectual averiada al alcance de cualquiera guripa. Continuaba el señor Savater exponiendo las bondades liberadoras de la democracia y la ley en detrimento de los grilletes de la tradición y las costumbres, que según él "esclavizan". Ocurre que la democracia adquirió el estatus de tradición, y de no existir la segunda, la primera no hubiera podido sobrevivir porque las tradiciones viven de la creencia y de la querencia. Tanto es así que el ordenamiento jurídico incluye la ley y la costumbre como normas de diferente rango.
Culminaba el alegato con el sostenella de la necesidad de impartir contenidos comunes que permitan a los estudiantes elegir su propio perfil cívico, protegiéndoles de “las jaulas dogmáticas como la religión y el feminismo”. La escuela por definición nunca fue lugar para elegir perfil cívico: se acude a ella para potenciar el saber, aquello que San Isidoro consideraba como progreso real. En tanto, el sustrato moral se adquiere por compendio entre saberes, experiencias vividas y disposición a entender la propia existencia.
La asignatura imprescindible, lejos de aquello por lo que suspira el señor Savater, no es un conjunto de contenidos regulados, es el ejemplo de los adultos sobre los niños, es el hecho de que los padres vuelvan a ser referencia para los hijos en lugar de emularles infantilizándose hasta el esperpento, es recuperar la disciplina en las aulas, es otorgarle a la ancianidad el estatus que le corresponde por sabiduría y dignidad, es el cumplimiento riguroso de la ley por las instituciones que tienen la capacidad de hacerlo; en definitiva, es la recuperación de los referentes naturales de cualquier comunidad social y política, en lugar de encantar a la serpiente que los adalides de la modernidad han alimentado durante cuarenta años.
Los frutos de plantar el árbol de la anarquía social y del nihilismo han sido la fosilización intelectual de nuestros mayores, la idealización de la juventud, el hacer pasar a los padres por piezas de museo frente a sus hijos, y la conversión de una moral objetiva en carcundia. Los que crearon esa siniestra maquinaria social, esa especie de Terminator de la auctoritas que no dejó referente con cabeza, ahora tienen la brillante idea de tratar de domesticar a la bestia. Al parecer, la inefable idea es un regreso al pasado: el uso de la enseñanza para crear una relación ética individuo-Estado, nociva por cuanto la ética queda sujeta a los dictámenes de los estatistas, e innecesaria si todas las instituciones dieran ejemplo en el ejercicio del deber. Por eso el tradicionalista aún se atreve a decir "sí, padre".