Prioridad es aquello que ocupa uno de los primeros lugares en nuestra lista de ocupaciones (o preocupaciones). Es algo importante, de peso, y se coloca en una posición destacada en nuestra jerarquía de valores y metas. Así, en ciertos periodos, puede ser una prioridad el máster que estamos cursando, la preparación del examen de acceso a la universidad, el proyecto de fin de carrera, la consecución de determinado trabajo o alcanzar determinado objetivo profesional, familiar o personal. Esas prioridades, además de organizar nuestra vida, nos definen, nos describen, retratan qué hay en el fondo de nuestro corazón.
Si una de esas prioridades es ganar la liga de fútbol, estoy ante un futbolista de primer nivel. Si es superar cierto examen o prueba académica, probablemente esté ante un joven que se toma en serio su formación académica. Y si estoy ante alguien que persigue como una de sus prioridades llegar al Congreso de los Diputados estaré ante un político que anhela llegar al gobierno. La prioridad, el fin perseguido, está ahí, presente antes de que llegue a ser una realidad. Los fines antes dichos son buenos y legítimos. Qué camino se siga para alcanzar la prioridad, y cómo se actúe cuando se ha conseguido el fin, son harina de otro costal, no exenta de un juicio posterior.
En los últimos meses me ha llamado la atención cómo ha cambiado una prioridad natural del hombre y de la medicina: preservar la vida física y salvarla siempre que esté en peligro. Hace tres o cuatro meses, según la actuación del gobierno, era prioritario aprobar una ley que facilite la libre decisión para acabar con la vida de cualquier enfermo (físico o mental), siempre y cuando él lo decida así. Una “libre decisión” disfrazada de pena y compasión por el pobre sufridor. Y en consecuencia, se presentó una proposición de ley para que en España se aprobase la eutanasia. Era una prioridad tan alta que urgía tramitarla rápidamente, evitando una serie de consultas, informes y trámites que garantizan, al menos en parte, el buen hacer.
A mediados de marzo cambia la prioridad gubernamental en relación con los enfermos y su cuidado. Se disparan los contagiados de coronavirus, y es vital salvar vidas, evitar muertes, doblegar a cualquier precio la curva de aumento del número de fallecidos. Lo que antes era prioritario (que cada quien decida si quiere seguir viviendo o no), ahora cede su lugar a la curación y recuperación de los enfermos. Ya han cambiado las prioridades.
Ciertamente, si analizamos algunas indicaciones médicas, este cambio de prioridades no era tan evidente. La prioridad en salvar vidas tenía su letra pequeña: como no llegamos a tantos enfermos, déjense de lado a aquellos que tengan más de 80 años. La aplicación de este criterio habría que matizarla, si bien el Comité de Bioética de España, además de otras asociaciones, llamaron la atención sobre esta discriminación. Una cosa es priorizar en base al diagnóstico completo del enfermo (edad, enfermedades anteriores y actuales, etc.) y otra priorizar únicamente en base a la edad del enfermo.
Este comité de Bioética, analizando los criterios de priorización de la sanidad, alertaba del peligro de poner como criterio básico la utilidad social. Uno de los principios que está en la base de cualquier legalización de la eutanasia. Se trata de un principio extremadamente ambiguo y éticamente discutible. ¿La persona vale por lo que produce, por lo que tiene (dinero, edad… o por lo que es?
¿Se han olvidado ya de la prioridad por aprobar la eutanasia en España? Tristemente no. Aunque parece que la prioridad de esta crisis sanitaria es salvar vidas, sin embargo la tramitación de esta ley sigue dando sus pasos, pasos firmes y militares. Por problemas de agenda se ha pospuesto un poco. La gestión de la crisis requiere mucho tiempo y energías, y no han podido aprobar la ley, de momento.